(VIDEO) Mons. Daniel Blanco Méndez, obispo auxiliar de San José
Estamos viviendo el tiempo de la Navidad. Un tiempo litúrgico ciertamente corto, pero muy hermoso y que nos presenta la celebración de algunas fiestas.
Además del Nacimiento del Señor, que es la fiesta principal de este tiempo, hemos celebrado ya la fiesta de la Sagrada Familia y la solemnidad de Santa María Madre de Dios.
Este segundo Domingo de la Navidad, celebramos en nuestro país, la solemnidad de la Epifanía del Señor, lo que tradicionalmente hemos llamado la fiesta de los Reyes Magos, porque la palabra de Dios nos presenta la narración del evangelio de San Mateo que recuerda el momento en que los Magos de Oriente llegan a Belén y adoran al niño recién nacido.
Epifanía, título de esta fiesta, es una palabra griega que se traduce como Manifestación y explica el significado profundo que tiene el acontecimiento de la adoración del Niño de Belén por parte de los Magos de Oriente.
Dios ha querido manifestarse, es decir, revelarse, mostrarse tal y cual es por medio de su Hijo, como lo ha afirmado la lectura de la Carta a los Hebreos que se proclamó el día de Navidad.
Y se ha manifestado al pueblo judío por medio de los ángeles que anunciaron el nacimiento del Mesías a los pastores que fueron a adorarlo. Pero, asimismo, se ha manifestado a todos los pueblos de la tierra por medio de la estrella que guio a los Magos de Oriente hasta el pesebre de Belén, para contemplar al Mesías redentor.
El acontecimiento de la adoración de los Magos, junto a las lecturas que se han proclamado, nos permite comprender que el acontecimiento salvífico que trae el nacimiento de Cristo tiene como receptores no a unos cuantos, sino a toda la humanidad. Porque Dios que se ha manifestado ciertamente al pueblo elegido, también lo ha hecho a todos los pueblos de la tierra.
Ya el profeta Isaías lo anunció así cuando el pueblo elegido regresaba de Babilonia a la Tierra Prometida. El profeta anuncia una procesión hacia Jerusalén, donde se deja atrás la oscuridad de la tristeza vivida en el exilio, para caminar hacia la Ciudad Santa donde resplandece la Luz y la Gloria de Dios.
Pero en esa procesión no sólo camina el pueblo elegido, sino que llegan de todas las naciones, trayendo ofrendas para el Señor, porque el esplendor de la Gloria de Dios alumbra y atrae a la humanidad entera.
Esta promesa se ve cumplida en los Magos de Oriente. Ellos, provenientes del mundo pagano, pero atraídos por la luz de la estrella, contemplan la verdadera luz, la gloria de Dios manifestada en el recién nacido de Belén. Dios que se revela a los pueblos paganos y asegura que su misión es salvar a la humanidad entera sin ninguna distinción.
Así lo ha afirmado también el apóstol Pablo cuando en la carta a los efesios indica claramente que «también los paganos son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa de Jesucristo».
Esta celebración, sigue llenando de esperanza nuestra vida durante estas fiestas de Navidad. Dios nos asegura que ha enviado a su Hijo para salvar a toda la familia humana, es decir, que cada uno de nosotros ha estado en la mente de Dios cuando ha decidido entregar a su Hijo por nosotros.
En medio de las tinieblas que el mundo ha vivido en este año que acaba de terminar, la Luz de Cristo viene a iluminarnos y a llenarnos de esperanza, porque su Luz siempre triunfa sobre las tinieblas.
En la pequeñez del niño de Belén, seguimos contemplando a Dios que ha transformado nuestra vida y nuestra historia y experimentamos el amor de Dios por cada uno de nosotros. Por eso, como los Magos de Oriente, contemplemos su gloria, ofrezcámosle lo mejor de nosotros y pongámonos en camino para dar testimonio y desempeñar la misión confiada a la Iglesia, de anunciar la salvación de Dios a todos los pueblos de la tierra y que su palabra se conozca hasta los confines del mundo.