Llegamos al Domingo XXXII del Tiempo Ordinario y nos encaminamos a la conclusión de este Año Litúrgico.
Estas últimas semanas, previas al Domingo de Cristo Rey, la Iglesia, como Madre y Maestra, por medio de la Liturgia de la Palabra, nos ayuda a meditar sobre los temas escatológicos, es decir, sobre el final de los tiempos. Aprovecha el final del año litúrgico para recordarnos que del mismo modo que finalizan los años, así finalizará nuestra vida y así finalizará este mundo cuando el Señor de nuevo venga con gloria para juzgar a vivos y muertos, como lo afirmamos en la Profesión de Fe.
Ante la verdad de la segunda venida del Señor y ante la verdad de nuestra muerte, la exhortación que se nos hace es a estar preparados, porque no sabemos ni el día ni la hora. El cristiano debe vivir expectante ante la llegada del Señor y prepararse cotidianamente para el encuentro con Él, sea en el juicio personal (la muerte) sea en el juicio universal (la segunda venida de Cristo).
Pero la expectativa cristiana, la espera de ese momento culminante no debe generar temor o angustia. La Sagrada Escritura hoy nos llena de esperanza ante la misericordia de Dios que amorosamente sale al encuentro de toda la humanidad.
Así lo afirma la primera lectura del libro de la Sabiduría. Se presenta a la sabiduría personificada, como una mujer que sale al encuentro de quien la busca, libra de preocupaciones a quien espera en ella y a sus creyentes les muestra su benevolencia y los guía en sus proyectos.
Las características de la Sabiduría en el Antiguo Testamento las vemos perfectamente presentes en la persona de Cristo. Él, Sabiduría del Padre es aquel que ha revelado la bondad y la misericordia de Dios, el que ha salido al encuentro de la humanidad al poner su tienda entre nosotros y el que nos libra de toda angustia y preocupación porque con el Acontecimiento Pascual ha vencido el pecado y la muerte y nos ha asegurado una vida junto a Él, compartiendo su misma gloria.
Así lo ha dejado claro San Pablo en la segunda lectura, cuando nos asegura que no debemos estar tristes por la suerte de los difuntos, porque Cristo con su resurrección ha hecho posible que los muertos sean llevados con él y que todos, un día, participaremos de esa misma vida.
El texto de San Pablo concluye animando a estar consolados, porque el cristiano debe estar seguro de la vida que se le ha regalado a los hermanos que han muerto.
Esta vida, regalada al género humano con el acontecimiento pascual, Jesús la ha comparado, en varias parábolas, con banquetes de fiesta o con banquetes de boda.
Por eso, las diez vírgenes de la parábola del Evangelio, que esperan al esposo y esperan participar del banquete de bodas, son signo de la humanidad que espera el momento de participar de la gloria del cielo.
La parábola alaba la previsión de cinco de ellas, porque durante esa espera tienen aceite de repuesto en sus lámparas, es decir son conscientes de la necesidad de estar preparadas.
Hoy la palabra nos exhorta a esperar con auténtica esperanza cristiana, es decir a vivir nuestro peregrinar como cristianos, con la convicción de que la meta es el encuentro con el Señor y que el anhelo del corazón debe ser vivir eternamente con Él.
Esta convicción y este anhelo nos deben hacer vivir con tal ahínco evangélico y con tal alegría en el corazón que nuestro peregrinar será una constante predicación y un constante testimonio de amor y de fe.
¿Qué quiere pedirnos Cristo al ponernos como ejemplo a las vírgenes previsoras de la parábola?
- Nos pide que no sea el temor, sino la esperanza en la verdad de la resurrección lo que anime nuestra vigilancia y nuestra preparación al encuentro con el Señor.
- Nos pide trabajar en la construcción del Reino, convencidos de que ese Reino se vivirá en plenitud en el Cielo, pero que debe experimentarse ya desde nuestro peregrinar por este mundo.
- Nos pide que animemos con alegría cristiana y con solidaridad a todos aquellos que están pasando dificultades y han perdido la esperanza en medio de situaciones dolorosas, como las que hemos estado experimentando los últimos meses.
Que la grandeza de la meta que nos espera, la convicción de que contemplaremos el rostro de Dios y la esperanza de que participaremos de su gloria, animen nuestro peregrinar por este mundo y nos ayuden en nuestra preparación al encuentro definitivo con Cristo.