Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
En este Domingo XXVI del Tiempo Ordinario la liturgia de la palabra nos instruye sobre el camino del arrepentimiento y cómo Dios actúa y realiza obras maravillosas en el corazón del creyente que es capaz de reconocer su error, de arrepentirse y de buscar corregir su camino.
El profeta Ezequiel da un paso importantísimo en el proceso de la Revelación de Dios en el Antiguo Testamento. Nos habla del arrepentimiento de aquel que es considerado pecador: «si recapacita y se aparta de sus pecados vivirá».
El profeta, aquel que transmite el mensaje de Dios, deja claro que el Señor es misericordioso y paciente, ve el corazón del ser humano y siempre está esperando que su conciencia vaya madurando y pueda reconocer el bien del mal y escoger el bien. Incluso cuando en algún momento haya cometido pecado, haya hecho opción por la maldad, Dios espera el arrepentimiento, la conversión, es decir, esa capacidad del ser humano de ver su propia vida y reconocer que necesita un cambio.
Esto mismo es lo que reafirma Cristo en el texto evangélico. La parábola narrada por Jesús muestra el amor del Padre que llama y que espera, recibe el no de uno de sus hijos, pero este mismo hijo se arrepiente y cambia su no por un sí y de esta manera hace la voluntad del padre. La ley escrita en el corazón del ser humano, eso que llamamos consciencia, le ha permitido, a este hijo, descubrir su pecado y lo ha empujado al arrepentimiento, para acudir al llamado del Padre.
Ambas lecturas (la del profeta Ezequiel y la del Evangelio) nos muestran una contraposición con aquellos que son considerados buenos y justos, es decir, los que conocen los mandamientos y dicen cumplirlos. En ambos casos estos llamados justos no viven ni cumplen lo que conocen y profesan, existe en ellos una incoherencia entre su fe y su vida.
Por esto, en este caminar del arrepentimiento y la conversión se hace indispensable una virtud cristiana, la virtud de la humildad.
La humildad es esa virtud, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia, que nos ayuda a vencer la soberbia, es decir el pecado de creernos buenos, mejores o superiores que los demás, es ese pecado que, en relación con el pecado original, nos hace querer ser como Dios y por tanto nos hace creer que no necesitamos conversión.
La humildad nos hace poner los pies en el suelo, nos hace darnos cuenta lo limitados que somos, los errores que cometemos y lo pequeños que somos ante la grandeza y la omnipotencia de Dios. La humildad nos hace reconocernos imperfectos, que fallamos constantemente y que necesitamos de la gracia de Dios, de su fuerza, de su paciencia y de su amor, para tener constancia en el camino de conversión, deseo de arrepentirnos cada vez que fallamos y docilidad para dejarnos moldear por Él.
La diferencia entre los personajes de la parábola evangélica radica precisamente en la humildad, el que dice sí, pero no actúa como debe, le falta esta virtud, se considera a sí mismo bueno, sin necesidad de arrepentimiento y conversión, el otro, el que dice no, tiene la capacidad de reconocer humildemente su error y cambiar su forma de actuar. Ninguno de los dos es perfecto, pero uno de ellos, con humildad, lo reconoce y eso le permite mejorar, eso es lo que llamamos conversión.
Es precisamente el llamado de Pablo en la segunda lectura: «sean humildes, cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo». Esa debe ser la actitud del cristiano, porque es la actitud de Cristo, que se humilló a sí mismo, pasando por uno de tantos, por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre.
Cada persona humana tiene una búsqueda constante de realización y felicidad, muchas veces la buscamos en lugares y acciones equivocadas, dejamos que sea la soberbia quien dirija nuestras vidas y acciones, pero hoy la palabra nos enseña y nos recuerda que la verdadera felicidad la encontramos en reconocernos tal como somos, reconocernos necesitados de Dios, con humildad reconocer nuestros errores y responder al llamado que Él, como Padre amoroso nos hace, para vivir con Él y actuar como Él, el humilde por excelencia.
Llevamos conviviendo casi siete meses con un virus que nos ha recordado precisamente nuestra vulnerabilidad, nos ha afectado la salud, la economía y en general toda nuestra vida. Esta pandemia debe hacernos a todos, volver la mirada a Dios, reconocernos necesitados de Él, de su fuerza y de su consuelo. Debe hacernos humildes y capaces de pedir a Dios que nos ayude en los esfuerzos que todos hacemos para enfrentar esta emergencia y debe llevarnos a erradicar toda tentación de soberbia que nos haga creer que podremos salir de esto solos.
Pidámosle al Señor, que junto a la instrucción de su Palabra y la fuerza de su cuerpo y su sangre, nos regale a todos la virtud de la humildad, para reconocernos necesitados de su perdón, de su paciencia y de su amor misericordioso de Padre.