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Iglesia

Solemnidad de Nuestra Señora de los Ángeles

Mons. Daniel Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José.


La Iglesia costarricense celebra hoy la fiesta de nuestra patrona, la Santísima Virgen María, Nuestra Señora de los Ángeles. 

Quienes tuvieron la responsabilidad de elaborar la liturgia para la celebración de este día colocaron como primera lectura un texto del libro del Eclesiástico que hace un elogio a la Sabiduría, personificándola y dándole características que, a quienes somos cristianos, nos permite comprender que a quien personifica la perfecta sabiduría es Cristo mismo. 

El texto presenta a la Sabiduría como salida de la boca de Dios, la primogénita entre todas sus creaturas, creada por la mano de Dios desde la eternidad y que vivirá eternamente. Esta Sabiduría llama a todos a participar de su heredad que es precisamente gozar de esa misma vida eterna, junto al Creador. 

Claramente, el libro del eclesiástico, nos está presentando la síntesis kerigmática de quién es Jesucristo, es el Mesías anunciado, es la Palabra que se ha hecho carne, el eterno, salido de la boca de Dios, que puso su tienda entre nosotros, que predicó el Reino, que murió y resucitó para hacernos partícipes de su heredad. 

Esta hermosa síntesis del acontecimiento salvífico en la persona de Cristo, en esta fiesta dedicada a la Santísima Virgen María, se une de manera hermosa, con lo que Pablo escribe a los cristianos de Galacia: Dios ha enviado a su hijo, para que nosotros seamos constituidos hijos y podamos llamar a Dios, Abbá, Papá. Y para que esto se concrete en la Historia de la Salvación -dice el Apóstol- el hijo de Dios ha nacido de mujer. 

Con esta pequeña frase de San Pablo, podemos ver, meditar e incluso sorprendernos del papel que la Santísima Virgen María juega en la Historia de la Salvación, el «Sí» de María, ha transformado la historia de la humanidad y la ha hecho, precisamente, Historia de Salvación. Dios que entra en la historia humana, tomando un cuerpo en el seno de María, para realizar la obra salvífica, pero lo hace con el consentimiento de María, con su fiat, con su: «aquí está la sierva del Señor, hágase en mí según su palabra».

La acción salvadora de Dios, realizada en su hijo Jesucristo, se ha servido de la generosidad de aquella joven doncella de Nazareth que ha entregado toda su vida a 

Dios y ha dejado que Dios actuara en ella para que esa entrega fuera absoluta y radical. Porque su «Sí» implicó la alegría de la maternidad, pero en general implicó sufrimiento, en acontecimientos como la falta de posada en Belén, la persecución de Herodes, la huida a Egipto y principalmente en lo que ha sido narrado en el texto evangélico, el acontecimiento de la Cruz, donde el «Sí» de María ha significado la contemplación del momento cruento de la crucifixión y muerte de su hijo Jesucristo. 

Pero, cada uno de esos momentos de sufrimiento, en el «Sí» de María se han convertido en Historia de Salvación y de manera particular el momento de la Cruz. 

En el Calvario, contemplamos el mayor momento de entrega. La Madre que entrega a su Hijo y el Hijo, que en ese momento culmen, pide a su Madre que su «Sí» se extienda, ya no sólo para ser Madre del Salvador sino para ser Madre de la Iglesia y, de esta manera, que la protección de María cubra a cada uno de quienes somos sus hijos, como ya lo había hecho con su pariente Isabel y en la bodas de Canaán. Porque el «Sí» de María, deja der ser sólo un Sí a Dios y se transforma en un Sí al hermano. 

Esta protección de la Madre del Cielo, que ha experimentado la Iglesia desde aquel momento, es la que ha experimentado nuestro pueblo, en el hallazgo de la imagen de Nuestra Señora de los Ángeles, en ella se ha experimentado el amor, la cercanía, la protección de Dios. En ella podemos sentirnos unidos, disfrutando por igual del amor de la Madre. Esta experiencia del amor de Dios, reflejado en la protección de María Santísima, es lo que motiva tantos signos de piedad de los que somos testigos cada año. Cada paso de quienes caminan hacia la casa de la Madre es respuesta al amor y a la protección que han experimentado en su vida por parte de la Santísima Virgen María. 

Y aunque todos estos actos de piedad realmente conmueven y manifiestan el amor a María. La Iglesia nos enseña que la devoción a nuestra Madre no puede quedarse únicamente en la veneración y en los gestos de piedad, sino que la auténtica devoción, acompaña estos actos piadosos con la imitación, porque como nos enseña el Concilio Vaticano II, «la Virgen es tipo y modelo de la Iglesia» (LG. 63), es decir, la Iglesia y por tanto cada uno de quienes somos bautizados, debemos ver en María un ejemplo y un modelo de lo que debe ser nuestra vida cristiana. 

Estamos llamados, por tanto, a vivir como María, dando un «Sí» al Señor, escuchando su voz y haciendo su voluntad, pero también y no menos importante, dando su «Sí» al hermano, en medio de sus dificultades, en medio de sus sufrimientos, en medio de esta emergencia sanitaria que ya por tantos meses, a algunos hermanos especialmente, los tiene sumidos en momentos de gran angustia y dolor. 

Se espera, muchas veces, de quienes somos pastores, que este día digamos algo a las autoridades de la nación, sobre cómo están llevando el rumbo del gobierno del país y cómo creeríamos que debería ser este rumbo. Generalmente se pide que se escuche y que se ayude al pobre, al desempleado, al marginado, en fin al que está sufriendo... y hoy son muchos los que están sufriendo. 

Humildemente, yo quisiera recordar, con la palabra de Dios que se nos ha proclamado y que ya hemos meditado, y también contemplando la figura de María, la Reina de los Ángeles, y su «Sí» a Dios y al hermano, que la responsabilidad del cuidado del hermano que sufre no es únicamente de los gobernantes, es responsabilidad de todos y de manera particular de quienes nos decimos cristianos y devotos de la Negrita, porque, como ya había indicado anteriormente, la verdadera devoción debe ir más allá de los actos piadosos, tan hermosos y necesarios, para pasar, esta devoción, a la imitación de sus virtudes que nos lleven a alcanzar la santidad. 

¡Nuestras Señora de los Ángeles, ruega por nosotros!