Mons. Daniel Blanco Méndez, XIII Domingo del Tiempo Ordinario
Continuamos escuchando el capítulo X del Evangelio de San Mateo, conocido como el discurso misionero, en el cual Cristo envía a sus discípulos a anunciar el Reino.
Ya la semana pasada, se nos indicaba que la misión vivida en coherencia y radicalidad implica persecución y sufrimiento. La vivencia de la Cruz, que debe ser parte de la vida de todo cristiano, tanto que hoy nos ha dicho Jesús que quien no toma la Cruz no puede ser su discípulo.
Hoy el discurso misionero de Cristo también nos recuerda la radicalidad evangélica que debe vivir el apóstol y por tanto todo aquel que se diga cristiano. Esa radicalidad implica dar a Dios el lugar que corresponde y amarlo sobre todo y sobre todos. Un llamado exigente, pero también un llamado realista, sólo aquel que tiene a Dios como su todo dará fruto abundante.
El mensaje de Cristo, dirigido a los apóstoles, implica el llamado a una vocación específica, dejarlo todo por Cristo, incluso a su familia más cercana. Un llamado que sigue siendo actual en algunas vocaciones dentro de la Iglesia, especialmente en el campo de la misión, cuando se deja tierra, casa y familia para ir a anunciar el evangelio.
Pero el llamado a la radicalidad en la vivencia de la fe, donde el Señor ocupe el primer lugar en nuestras vidas, es vocación de todo bautizado, es el camino que nos lleva a la santidad. Porque amar a Dios sobre todo y sobre todos nos hará mejores cristianos y mejores personas.
El cristiano que ama a Dios de esa manera, escuchará su palabra y hará su voluntad, y por tanto llevará a buen término su vocación, sea en la vida consagrada, en la vida matrimonial y familiar, en la vida profesional, siendo un excelente esposo y un excelente padre de familia, un trabajador honesto, en fin, un excelente ser humano. Y es que amar a Dios sobre todo, no nos hace amar menos al hermano, al contrario, nos hace amarlo aún mejor, porque nos hace ver en cada uno de aquellos que son nuestro prójimo el mismo rostro de Cristo.
Y esto nos permite comprender el otro llamado que Cristo nos hace en este mensaje misionero que nos presenta hoy el evangelio: La hospitalidad con el otro, con el prójimo, con el extraño.
El profeta Eliseo nos muestra cómo Dios recompensa a quien es hospitalario con el forastero. Eliseo era el enviado de Dios, aquellos esposos estériles le brindaron hospitalidad al profeta, aun siendo un desconocido para ellos. Y Dios los recompensó, dándoles un hijo.
Cristo, en el evangelio, habla de la hospitalidad con sus enviados. Recibir al enviado es recibirlo a él mismo y eso traerá recompensa. Esa recompensa es la salvación dada por Cristo en la Cruz, como nos lo recordaba San Pablo en la segunda lectura.
Recibir al extraño, viendo en ellos al enviado de Cristo, más aún, viendo en ellos al mismo Cristo. Es un llamado que se hace actual y urgente. ¿Cuántos «extraños» necesitan ser acogidos hoy?
En medio de esta situación de pandemia y emergencia sanitaria, contemplamos a grupos de hermanos, que siendo más vulnerables por la situación económica, social y política en sus países, deben salir de su tierra y ser «extraños», ser «forasteros», necesitados de nuestra cercanía y compasión.
Hoy el Señor nos vuelve a recordar que en el rostro de estos «extraños», «extranjeros», «migrantes», debemos ver ?también hoy? el mismo rostro de Cristo.
Por tanto, no puede existir en ninguno que se diga cristiano ni un ápice de xenofobia que haga excluir, rechazar, insultar o agredir a un hermano que está sufriendo, que es vulnerable, simplemente porque es «forastero». Eso no puede pasar precisamente porque en ellos nos encontramos a un hermano nuestro, en ellos encontramos a Cristo mismo que nos visita y que espera que lo acojamos.
Dios nos dé la gracia a todos nosotros, cristianos, de vivir radicalmente nuestro seguimiento de Cristo siendo cercanos a los hermanos que necesitan de nuestra hospitalidad, siendo compasivos con el hermano que está sufriendo y viendo en cada rostro, no el rostro de un extraño, sino el mismo rostro de Jesús que nos dice «fui forastero y me hospedaste» (Mt. 25, 43).