Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, Obispo auxiliar San José.
Llegamos a este penúltimo domingo del tiempo de la pascua. En el que celebramos, en nuestro país (en otros países fue celebrado el jueves anterior) la solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos, es decir, con las palabras del estribillo del salmo que hemos proclamado, la fiesta en la que Dios asciende a su trono, entre voces de júbilo.
Esta fiesta que tiene su fundamento en el libro de los Hechos de los Apóstoles que indica que el Resucitado se presentó a sus apóstoles durante cuarenta días y luego subió a los cielos, es una fiesta que encierra varias verdades fundamentales de nuestra fe como cristianos. En primer lugar lo que profesamos cada domingo en el Credo: creemos que Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre.
La fe cristiana profesa que Cristo resucitado ha subido al cielo y que su cuerpo glorificado, el mismo que se presentó después de la resurrección a sus apóstoles, el mismo que caminó y comió junto a los discípulos de Emaús, el mismo que cocinó pan y pescado a la orilla el lago de Galilea, ese mismo cuerpo entró en la eternidad del cielo. Jesucristo, Dios y hombre, hace que la humanidad glorificada entrara en la Gloria de Dios.
Eso lo dicen las tres lecturas que han sido proclamadas, y especialmente y de manera muy hermosa San Pablo lo manifiesta diciendo que Cristo sentado a la derecha del Padre, está por encima de todos los ángeles, principados, potestades, virtudes y dominaciones. Es decir, Cristo, con su cuerpo glorificado, después de la resurrección, participa de la gloria del cielo, gloria que ha tenido desde siempre, por ser Dios, consubstancial al Padre y al Espíritu Santo.
En segundo lugar, esta fiesta de la Ascensión nos pone de frente a otra verdad de nuestra fe. Durante toda la pascua hemos recordado que el bautismo nos ha incorporado a la misma vida de Cristo. Por tanto, en la humanidad glorificada de Cristo resucitado, toda la humanidad ha recibido el don de poder participar de esa misma gloria y por tanto, como hemos pedido en la Oración Colecta, que donde está Cristo, que es nuestra cabeza, estemos también nosotros que somos su cuerpo, participando de su victoria.
Esto hermanos, es de suma importancia en nuestra vida, cuando en el Credo decimos que creemos en la resurrección de la carne y en la vida futura, es precisamente eso lo que profesamos. Nuestros cuerpos, en el final de los tiempos, glorificados como el Jesucristo, participarán de la vida del cielo. Esta verdad de nuestra fe, como primicia de los redimidos, lo vive ya la Santísima Virgen María, y es una promesa que todos, en esperanza, aguardamos por vivir y poseer.
Y en tercer lugar, esta solemnidad, nos hace recordar de nuevo el compromiso bautismal de ser testigos del resucitado. Ciertamente, la grandeza del misterio celebrado, nos hace mirar el cielo, como los apóstoles que contemplan el momento en que Cristo sube a los cielos.
Pero también, las mismas lecturas, nos indican como inmediatamente, se les recuerda que siguen en su peregrinar, deben mantener sus pies bien puestos en el suelo, «qué hacen hay plantados mirando el cielo» les dice el ángel en la primera lectura y en el evangelio es el mismo Cristo que les dice «vayan y hagan discípulos».
Por tanto, la vida cristiana es un mirar esperanzado al cielo, convencidos que esa es nuestra meta, pero un peregrinar, con los pies bien puestos en el suelo, recordando el compromiso bautismal de ir y anunciar, ir y evangelizar.
¿Cuál es ese compromiso bautismal en la vida actual?
Durante la Pascua, se nos han ido recordando diferentes compromisos, que pueden y deben hacerse vida también en la vivencia cristiana del mundo de hoy:
Cada una de estos compromisos pueden ser vividos hoy, en las circunstancias de hoy, donde muchos hermanos sufren a consecuencia de la emergencia sanitaria que se está viviendo y necesitan del consuelo de Dios, que ha prometido estar con nosotros hasta el final de los tiempos, y de la compasión y solidaridad de nosotros que somos sus hermanos y que tenemos esa responsabilidad de ser presencia de la misericordia de Dios en el mundo.
Miremos el cielo con la esperanza puesta en que esa es nuestra meta y con los pies en el suelo vayamos a ser testigos del resucitado mientras seguimos peregrinando en este mundo, con la convicción que no estamos solos, sino que es su Espíritu, nueva presencia de Dios en medio de la humanidad y promesa del resucitado en su ascensión, quien nos guía y nos anima.