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Obispo Auxiliar

Alégrense en el Señor

Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez

Llegamos a este tercer domingo del Adviento, al cual la Iglesia le ha dado el nombre de Gaudete, palabra latina que significa Alégrense, regocíjense.

Este nombre nace de las palabras de la antífona de entrada de la eucaristía y del mensaje de la palabra de Dios que se proclama este domingo, ya que la liturgia de este día nos está llamando a estar alegres porque el Señor está cerca.

Junto al llamado que se nos ha hecho durante estas semanas del Adviento para que vivamos virtudes cristianas como la esperanza y la conversión, hoy se nos invita a estar alegres.

Esta alegría proviene porque podemos ver ya cercana la celebración de la Navidad y, esta festividad, ciertamente llena de gozo y regocijo el corazón de todos los creyentes, pero es importante que, a la luz de la Palabra, reflexionemos sobre qué -o mejor dicho quién- motiva esta alegría.

La virtud cristiana de la alegría, que se nos llama a vivir en este domingo, está motivada en Cristo Jesús, que da al ser humano el mayor de los regalos:  la gracia de la Salvación.

La promesa mesiánica comunicada por Isaías en la primera lectura es un anuncio lleno de gozo, ya que se indica que Dios en persona viene a salvarnos.  Esta presencia del Dios-con-nosotros viene a transformarlo todo para bien, haciendo que aquello que era signo de muerte, como el desierto, sea cambiado en un jardín lleno de vida, y lo que era signo de dolor, como la enfermedad, también sea aniquilada, porque se anuncia que el ciego, el sordo y el mudo, recobrarán la salud.

Este último elemento, será el argumento que Jesús utilizará para responder a la pregunta que Juan el Bautista le hace por medio de sus discípulos, sobre si es él el Mesías esperado.  La respuesta dada por Jesús a los discípulos de Juan es que ellos comuniquen al precursor aquello de lo que han sido testigos:  los ciegos ven, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen y los pobres reciben la buena noticia.

Es decir, la acción de Dios que transforma todo en salvación, es una realidad en las acciones realizadas por Cristo, que, con su palabra, sus milagros y sus acciones misericordiosas, manifiestan que Dios está en medio de su pueblo para salvarnos.

Hemos recordado, las semanas anteriores, que el Adviento no nos prepara únicamente para celebrar la primera venida Cristo, en la conmemoración de su nacimiento en Belén, sino que debe prepararnos también para la segunda y definitiva venida de Cristo, porque como nos recordaba el papa Benedicto XVI «aguardamos con esperanza segura la segunda venida de Cristo, porque hemos conocido la primera» (16.12.2007).

Es decir, que todos los dones dados a la humanidad por la encarnación del Verbo se vivirán en plenitud cuando Cristo vuelva para perfeccionar su Reino y para hacer que todos participemos de su misma gloria.

Por esto, la actitud cristiana es esperar con alegría la venida del Señor, una alegría que no se queda en un sentimiento superficial, sino que es la actitud del labrador recordada por el apóstol Santiago en la segunda lectura, que luego de la siembra, espera con buen ánimo los frutos de su trabajo.

¿Cuál es ese buen ánimo del labrador?  No es sólo sentarse a esperar que la semilla germine, porque su trabajo debe continuar, debe abonar la tierra, regarla, quitar la mala yerba y cuidar la planta hasta que dé fruto.

Del mismo modo, la alegría cristiana, se materializa en el trabajo constante del cristiano, que está llamado a realizar en la cotidianidad de su vida, las mismas acciones de Cristo, para consolidar, ya desde ahora, los valores del Reino instaurado por el Señor.

Santa Teresa de Calcuta lo dice de manera muy hermosa:  «Esperamos con impaciencia el paraíso, donde está Dios, pero ya aquí en la tierra y desde este momento podemos estar en el paraíso. Ser felices con Dios significa: amar como él, ayudar como él, dar como él, servir como él» (Santa Teresa de Calcuta, La alegría de darse a los otros).

Por esto, como lo hemos pedido en la oración colecta, celebremos la salvación que nos trae el Mesías, con un júbilo desbordante que se refleje en las ofrendas que podamos realizar en bien de los hermanos.