Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
El
Adviento es un tiempo para aprender a esperar, y qué mejor maestra que María
pues "Ella es la primera discípula, la que ha aprendido mejor las cosas de
Jesús. María es la primera de aquellos que «oyendo la Palabra de Dios, la
cumplen» (Lc 11,28); es la primera en colocarse entre los humildes y pobres del
Señor para enseñarnos a esperar y recibir, con confianza, la salvación que sólo
viene de Dios".
Ella
esperó porque amó. Su esperanza no fue pasiva ni conformista, sino una espera
viva, confiada, llena de ternura y de fe. Esperó porque sabía que Dios cumple
sus promesas, aunque no siempre entendamos cómo. Esperó porque creyó al Dios
que hace nuevas todas las cosas y, por ello, con Isabel exclamamos: "Dichosa tú
que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lucas 1,45).
María
es Madre de la Esperanza porque en su corazón la promesa de Dios se hizo
certeza. Esperó en el silencio de Nazaret, en la pobreza de Belén, en la huida
a Egipto, en los años ocultos de la vida de su Hijo, y también al pie de la
cruz. En cada paso, su esperanza fue amor perseverante. No esperaba,
probablemente, un milagro espectacular, sino la fidelidad de Dios que nunca
abandona. Por eso su esperanza es tan humana, tan cercana a la nuestra.
Cada
uno de nosotros vive sus propios procesos: tiempos de búsqueda, de cansancio,
de preguntas, de silencios. Hay momentos en que la esperanza se nos apaga un
poco, cuando la vida parece cerrarse, cuando las promesas parecen tardar
demasiado. Pero María nos enseña a esperar de otra manera: no desde la
impaciencia o el temor, sino desde la confianza. Ella creyó que Dios actuaba
incluso en la oscuridad, y esa fe la sostuvo.
María
nos enseña también que la esperanza se alimenta del amor. El que ama, espera.
Solo quien ama de verdad es capaz de creer que el bien es posible, que la vida
puede renacer, que la luz volverá a brillar. Por eso María es madre de todos
los que seguimos esperando que el Reino de Dios se haga visible entre nosotros.
Ella nos enseña que la esperanza se sostiene en el amor que sirve, que perdona,
que no se cansa.
El Adviento nos invita a mirar a María no como una figura distante, sino como una mujer que compartió nuestras mismas incertidumbres y que, sin embargo, mantuvo el corazón abierto. Ella no tuvo todas las respuestas, pero confió, siguió caminando. No entendió todos los silencios, pero permaneció fiel en la escucha. Y por eso su espera se convirtió en esperanza fecunda.
Cuando
encendamos las velas de la corona de Adviento, pensemos en ella: en su mirada
serena, en sus manos abiertas, en su corazón dispuesto. Cada llama encendida ha
de inspirarnos gestos de amor, una oración silenciosa, una entrega
confiada. María, Madre de la Esperanza, con
su ejemplo nos anima a no rendirnos, a seguir creyendo, a esperar en medio de
la esterilidad que nos amenaza.
Que, en este Adviento, bajo su mirada, aprendamos a esperar como ella: con fe sencilla, con amor profundo, con esperanza que no se apaga. Que ella nos enseñe a mirar el futuro con serenidad, sabiendo que Dios siempre cumple su palabra. Y que, al final de nuestras propias esperas, descubramos, como María, que quien confía en Dios nunca queda defraudado.