Mons. Daniel Blanco Méndez Obispo Auxuliar, Arquidiócesis de San José
Queridos hermanos:
Luego del camino cuaresmal, tiempo que este año en particular ha sido un camino de desierto y penitencia para el mundo y para cada uno de nosotros, con esta Eucaristía entramos en la celebración del Triduo Pascual, los días centrales del Año Litúrgico, en los cuales conmemoramos los acontecimientos más importantes de nuestra fe cristiana.
Esta celebración, con la que inauguramos el Triduo Pascual, que tiene el nombre de Misa Vespertina de la Cena del Señor, nos introduce en los misterios de la Salvación que Cristo, con su muerte y resurrección, ha gratuitamente dado a la humanidad, a cada uno de nosotros.
La conmemoración de la Última Cena, nos hace meditar en tres regalos inmensos que Nuestro Señor hace a la Iglesia y que cada Jueves Santo se nos pide interiorizar de manera especial para que nunca dejemos de asombrarnos ante la misericordia de Dios que nos redime, nos hace hijos, nos alimenta y nos ama con tal profundidad que ese amor debe desbordarse en el amor que profesamos al prójimo.
Estos regalos son el sacramento de la Eucaristía, el sacramento del Orden Sacerdotal y el mandamiento del amor.
En la última cena, se realizó el ritual establecido para la celebración de la pascua judía, según todos los requerimientos de la liturgia establecida en el Antiguo Testamento y que se recordaron en la primera lectura del libro del Éxodo.
Se nos habla en esta lectura, de memorial, de institución perpetua que actualiza, en cada generación, la acción salvífica de YHWH. Acción salvífica que hace referencia a la salida de la esclavitud en Egipto, la Alianza del Sinaí y la nueva vida en libertad en la Tierra Prometida. Pero era una alianza sellada con el compromiso por parte del pueblo elegido de cumplir los mandamientos; compromiso que muchas veces fue olvidado y roto por el pecado de Israel.
Por eso, el nuevo Memorial, hace referencia a la Nueva Alianza, una Alianza que nadie podrá romper, que no depende de la perfección del ser humano, sino que depende únicamente del amor de Dios que sella esa Nueva Alianza no con la sangre de animales sacrificados, sino con la Sangre del Cordero de Dios, de su Hijo Jesucristo que desde la Cruz, va a reconciliar a la humanidad con Dios. Alianza, que nos configura como hijos y nos da la herencia de la Vida Eterna.
Ese memorial, nos dice San Pablo en la Segunda Lectura, lo hacemos los cristianos al celebrar la Eucaristía. En ella hacemos conmemoración, actualización del sacrificio cruento de Cristo en la Cruz, que nos trae la salvación. Esta alianza, nueva y eterna, no puede ser rota, porque no depende de la santidad del ser humano, sino únicamente del amor perfecto de Dios, que en su misericordia entregó a su Hijo Único, Dios y Hombre verdadero, para que sellara esa alianza en nombre de cada ser humano, que ha existido, que existe y que existirá.
Las palabras de Cristo «hagan esto en conmemoración mía», nos asegura, que cada vez que celebramos la Eucaristía, actualizamos, de forma incruenta, ese mismo sacrificio que se realizó en la Cruz. Él, constantemente presenta al Padre, nuestras vidas, nuestras oraciones, nuestras peticiones. Él, Sumo y Eterno Sacerdote, intercede constantemente por la humanidad que sigue confiando y necesitando de su amor y de su consuelo.
Y no solamente, actualizamos este sacrificio, sino que además nos deja la prueba tangible de su misericordia, al quedarse presente en las especies eucarísticas del Pan y del Vino, que son real y sacramentalmente su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Para que hagamos comunión con Él, nos unamos íntimamente con Él y nos configuremos cada día más con Él. Él, el Emmanuel, el Dios con nosotros, la segunda persona de la Trinidad, es nuestro alimento, nuestra fortaleza, nuestra guía en todos los momentos de nuestra vida y de manera particular en momentos como los actuales, dónde, al sentirnos pequeños y vulnerables, nuestra confianza puede estar únicamente puesta en Dios.
Este memorial de la Alianza Nueva y Eterna, realizada por Jesucristo en la Cruz, se ha actualizado a lo largo de la historia, en el sacramento de la Eucaristía, gracias al segundo regalo que Cristo nos deja en la Última Cena, el don del Sacerdocio Ministerial.
«Hagan esto en conmemoración mía», dice Jesús a sus apóstoles y en ellos a cada sacerdote. Por eso, cada sacerdote tiene la misión de actualizar el sacrificio de Cristo en la celebración eucarística. Es misión y compromiso del sacerdocio ministerial, alimentar y servir «humilde y autorizadamente al sacerdocio común de los fieles» como nos ha recordado el Papa Emérito al inaugurar el año sacerdotal en junio del 2009.
Misión que ciertamente es difícil, porque implica el llevar los misterios más santos en manos humanas y por tanto limitadas, como diría San Pablo «llevamos este tesoro en vasijas de barro». El sacerdote, llamado para el servicio del pueblo santo de Dios, con un compromiso mayor a buscar la santidad, para que ese servicio sea verdaderamente autorizado, se siente en cada momento, necesitado de la compañía espiritual de su feligresía. Por esto, este Jueves Santo, recordamos la necesidad y la obligación de acompañar y -por qué no decir- cuidar a nuestros sacerdotes, a nosotros sacerdotes, con la oración, con la cercanía espiritual, con el apoyo en el trabajo pastoral, con la corrección fraterna, etc.
No nos cansemos, tampoco, de pedir al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies, para que nunca falte ni la Eucaristía y ni los demás auxilios espirituales que el pueblo de Dios necesita obtener por mano de los sacerdotes.
Estos días, en medio de las dificultades, nos han regalado hermosos testimonios de entrega de sacerdotes que han dado incluso la vida en la atención de los enfermos de Covid-19, han acompañado, confesado, dado últimos sacramentos a estos hermanos. Han celebrado la eucaristía y orado por los diferentes medios tecnológicos para animar a las comunidades cristianas. Esta misión, muchas veces desgastante y de entrega de la propia vida, es posible llevarla a cabo, sólo con la fuerza que viene de Dios y la cercanía espiritual de la comunidad que ora por sus sacerdotes.
El evangelio que se ha proclamado, nos presenta un gesto de Cristo. En la última cena, momento de grandes entregas, Jesús lava los pies a los discípulos y les dice que esa es la forma de vivir el evangelio y de ser auténticos cristianos. Sirviendo y amando a los demás. Este es el tercer regalo de este Jueves Santo. Cristo que nos dice que el amor, como mandamiento del cristiano, es la carta de presentación de quien quiera seguirlo.
Los ejemplos de entrega que decía hace un momento, hemos visto estos días en los sacerdotes, no es -ni debe ser- exclusivo del ministerio ordenado. Es un llamado a todo cristiano, a todo bautizado. El mandamiento del amor, es lo que debe ser característico del discípulo de Cristo.
Ese gesto de lavar los pies, reservado únicamente a los esclavos, Jesús lo realiza para dar ejemplo de servicio al otro, dejando claro que nadie es más que otro, por el contrario, «el que quiera ser el mayor, que sea el servidor de todos», nos dice en el evangelio.
Por eso, hoy estamos llamados a servir al hermano, en el pobre, en el enfermo, en el desamparado, en el que no tiene donde vivir, ni que comer. Y en circunstancias normales eso lo debemos hacer siempre y sin desfallecer.
¿Hoy, en esta situación que vivimos, cómo lo hacemos?, hay hermanos que lo están haciendo, desde su realidad y vocación. De manera particular los que trabajan en el sector salud, están dando su vida en el acompañamiento a los enfermos, para ellos no hay #quédateencasa, su vocación por la Vida, los lleva a entregarse por amor al hermano. Oremos por ellos y sus familias. Dios les recompensará todo este esfuerzo.
A quienes sí nos corresponde quedarnos en casa y hacer distanciamiento social, debo decir que éste es el modo, en que hoy vivimos el amor. El cumplimiento de las normas sanitarias y protocolos de higiene, no sólo me cuidan en lo personal, sino que me hacen cuidar al otro, al que es mi prójimo, al que es mi hermano. De un modo extraordinariamente particular, hoy el amor se vive distanciados, para cuidarnos y cuidar a todos aquellos con los que normalmente nos relacionamos y que pueden ser vulnerables o estar en grupos de riesgo a sufrir más agudamente esta enfermedad.
Dice el dicho popular, nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Que la vivencia de este Triduo Pascual, de manera tan excepcional, nos permita hacer una experiencia tan profunda de Dios, que nos haga valorar todos estos regalos de gracia que no hemos podido vivir estos días y que cuando podamos volver a reunirnos les demos el valor profundo y trascendental que debe tener en nuestra vida y así podamos vivir una Pascua verdaderamente excepcional.