Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José.
La Iglesia celebra cada 14 de setiembre la
fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Una fiesta que nos llena de esperanza, pero
que generalmente pasa un poco desapercibida.
Sin embargo, providencialmente, en este año jubilar, dedicado a la
esperanza, al caer en domingo, la celebramos en cada eucaristía de nuestra
pascua semanal.
Esta celebración, fortalece la esperanza
cristiana, porque nos hace entrar en el misterio profundo de un Dios, que, en
su infinito amor por la humanidad, transforma un instrumento de tortura, de
castigo, de muerte; un instrumento con el cual se sentenciaba a los peores
criminales por el tipo de muerte que causaba, en un instrumento de gloria y de
salvación.
El papa Francisco recordaba «Pensemos precisamente en
la cruz: del terrible instrumento de tortura Dios ha realizado el mayor signo
del amor. Ese madero de muerte, convertido en árbol de vida, nos recuerda que
los inicios de Dios empiezan a menudo en nuestros finales. Así Él ama obrar
maravillas. Hoy, por tanto, miremos al árbol de la cruz para que brote
en nosotros la esperanza: esa virtud cotidiana,
esa virtud silenciosa, humilde, pero esa virtud que nos mantiene en pie, que
nos ayuda a ir adelante» (05.04.2023).
Jesús
mismo en el evangelio que se ha proclamado manifiesta que el Hijo del hombre
será exaltado para que todo el que crea tenga vida eterna y hace referencia al
acontecimiento narrado en la primera lectura del libro de los Números, cuando
los mordidos de serpientes, eran salvados de la muerte al mirar el estandarte
con una serpiente de bronce que el mismo YHWH ordenó a Moisés que hiciera para
salvar al pueblo que caminaba por el desierto.
Jesús,
por tanto, es elevado en la Cruz, para salvar a la humanidad entera condenada a
muerte por el pecado.
Esto mismo es lo que Pablo recuerda en el
hermosísimo cántico de la carta a los Filipenses al afirmar que a Jesús, el que
asume la condición de hombre y pasa por la muerte de cruz para salvar a la
humanidad, Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre.
Por
esto, se hace necesario insistir, Cristo transforma aquel instrumento de muerte
en un trono de gloria, donde el Hijo del hombre es exaltado y desde el cual
engrandece la dignidad de cada ser humano, haciéndolo hijo de Dios y heredero
de la salvación.
Y en esto se fundamenta la esperanza cristiana, en palabras
del mismo Pablo «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados
por su vida» (Rm 5,10).
Pero esta esperanza
cristiana no es sólo un consuelo personal, sino una fuerza que nos impulsa a
compartirla con quienes aún no la han descubierto. Estamos llamados a ayudar al
mundo de hoy a reconocer los dones de la salvación y el valor inmenso que Dios
ha depositado en cada ser humano: la dignidad de ser hijos de Dios. Esta tarea
se concreta en signos visibles de fraternidad, solidaridad, misericordia,
compasión, amor y cercanía, especialmente hacia quienes atraviesan mayores
dificultades. Al convocar este Jubileo, el Papa Francisco nos ha recordado que
esa cercanía debe manifestarse particularmente con los enfermos, los privados
de libertad, los migrantes, los adultos mayores y aquellos que viven en
condiciones de pobreza y pobreza extrema.
Que todos los que nos llenamos de esperanza por experimentar
el amor de Dios que transforma la cruz en Gloria, hagamos de nuestras vidas
signos tangibles de esperanza para aquellos hermanos que pasan más dificultad y
que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad, y colaboremos para que esas
cruces también sean transformadas en manifestación de la gloria de Dios.