Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
El
corazón humano anhela la paz, no como simple ausencia de conflictos, sino como
una plenitud integral: interior y social. Esa paz verdadera no se impone ni se
improvisa; se cultiva con constancia. Brota cuando la justicia se convierte en
norma de vida, cuando la dignidad de cada persona es respetada sin condiciones
y cuando el bien común deja de ser discurso para transformarse en prioridad
concreta.
No
hay paz posible donde imperan la exclusión, el abuso o la indiferencia. La paz
exige decisiones valientes, estructuras justas y vínculos solidarios. Es fruto
de una convivencia que reconoce al otro no como amenaza, sino como prójimo. Por
eso, construir la paz es una tarea profundamente ética, política y espiritual:
es optar, cada día, por la verdad sobre la conveniencia, por la equidad sobre
el privilegio, por la comunidad sobre el egoísmo.
En
nuestra Costa Rica, tan herida en los últimos tiempos por la polarización, la
inseguridad y la violencia en múltiples formas, la paz se ha vuelto un bien
escaso, casi frágil. Por eso, en este mes de la Patria, se vuelve urgente y
necesario redescubrir qué significa sembrar paz en nuestra tierra y cuál es
nuestro compromiso ante esta necesidad apremiante.
El
Señor Jesús nos lo recordó con fuerza en el Sermón de la Montaña: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos
de Dios" (Mt 5,9). La paz, entonces, no es un ideal lejano ni un simple estado
emocional. Es una misión concreta, un trabajo paciente, un esfuerzo cotidiano
que implica decisiones valientes, renuncias generosas y actos de amor encarnado
en medio de la realidad. El verdadero pacificador no se conforma con desear la
paz; la construye con sus palabras, sus actitudes y su compromiso con la verdad
y la justicia.
Hoy,
más que hablar de paz, estamos llamados a mirarla con ojos honestos y a sanar
las heridas que la amenazan. Heridas que se manifiestan en la creciente
inseguridad, en la violencia que desborda límites antes impensables, en el
narcotráfico que corroe nuestras comunidades, en la desconfianza hacia las
instituciones y en la fractura del tejido social. Un desasosiego recorre los
hogares: familias temerosas por el futuro de sus hijos, jóvenes sin rumbo ni
oportunidades, adultos que sienten que el progreso prometido se ha vuelto
inalcanzable. Esta carencia de paz es real, se palpa en la vida cotidiana, y
duele, porque contradice nuestra vocación histórica de ser una nación pacífica,
solidaria y profundamente humanista.
La
paz no se decreta. Se educa, se cultiva, se siembra en los corazones y se
proyecta en las estructuras de la sociedad. No basta con repetir que somos ?un
país de paz? si, en la práctica, se multiplican la agresión verbal, la
intolerancia y la indiferencia frente al dolor ajeno. La paz se debilita cuando
la solidaridad se enfría, cuando el egoísmo se normaliza y cuando la mentira se
convierte en parte del lenguaje público.
Por
eso, sembrar paz en la patria comienza por cada uno de nosotros. Nace en la
familia, primera escuela de humanidad, donde se aprende a escuchar, a dialogar,
a respetar y a perdonar. Continúa en la comunidad, en los barrios y en las
parroquias, donde la vida compartida nos revela que nadie se salva solo. Y se
proyecta en la vida nacional, donde urge promover una auténtica cultura del
encuentro y del diálogo, por encima de la confrontación estéril que solo
divide.
No
olvidemos la bienaventuranza de Jesús. En medio de la tempestad social que
atravesamos, ser pacificadores no es una opción secundaria: es un llamado
urgente. Costa Rica necesita hijos e hijas que la amen con hechos, no con
discursos. Hombres y mujeres dispuestos a ser manos tendidas, corazones
abiertos y voces que anuncien reconciliación y esperanza. Jesucristo es nuestra
Paz verdadera.