Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
La oración
colecta de este domingo nos ofrece una afirmación profunda y esperanzadora: Dios ha sembrado el amor y el bien en
nuestros corazones
y le pedimos que ese bien crezca día con día.
Esta verdad nos recuerda que la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza de
Dios, es buena,
aunque muchas veces esa bondad parezca opacada por nuestras faltas, pecados y
por las realidades dolorosas que vivimos en lo personal y como sociedad.
Vivimos en un
mundo donde la violencia, el egoísmo, la guerra y la injusticia parecen tener
la última palabra. Basta mirar las
noticias -mundiales y locales-, escuchar los clamores de quienes sufren o
incluso examinar nuestro propio corazón para sentir que el mal parece que se
impone. Pero este domingo, la Palabra de
Dios nos invita a mirar más allá de esa oscuridad y a reconocer que el bien está presente en cada ser
humano, porque Dios
lo ha sembrado
en nuestros corazones.
Ante esta
realidad que parece contradictoria, es decir, el mal que parece triunfar y el
bien que Dios ha puesto en el corazón de cada ser humano, nos preguntamos ¿cómo
poner en acción ese bien en obras concretas que ayuden a iluminar la oscuridad
del mal que está afectando el mundo de hoy?
La respuesta la
podríamos encontrar en la Palabra de Dios de este domingo, cuando el libro del
Eclesiástico nos exhorta a vivir con humildad.
Dice claramente el autor
sagrado que el creyente debe proceder en
todos sus asuntos con humildad, haciéndose pequeño en las grandezas humanas,
porque grande es únicamente la
misericordia de Dios.
Asimismo, Jesús,
en el Evangelio, en la primera de las parábolas, nos enseña que el camino hacia el bien y la verdadera
felicidad no es la soberbia, sino la humildad. No se trata
de buscar los primeros puestos, ni de imponernos sobre los demás, sino de
reconocer nuestra pequeñez ante Dios y nuestra necesidad de su misericordia. El papa Benedicto XVI decía al respecto «que la enseñanza de Jesús no es una lección de buenos
modales o de protocolo sobre la importancia de las jerarquías sino que es una
lección sobre la virtud humana y cristiana de la humildad» (29.08.2010).
La humildad, decía
también el papa, no es debilidad, es valentía, es la victoria del amor sobre el egoísmo. Es el camino que nos permite abrir el corazón
a Dios y a los demás, reconociendo que todos somos hermanos, todos necesitados
de gracia, todos llamados a servir (02.09.2007).
Jesús nos propone
en la segunda parábola, dirigida al fariseo que lo invitó a cenar, que se invite
a los pobres, a los enfermos, a los que no pueden devolver el favor. Es decir, la humildad verdadera se manifiesta en la caridad, en la capacidad de compartir con
quienes más lo necesitan, sin esperar recompensa.
Vivir la humildad
es permitir que el bien que Dios ha sembrado en nosotros se convierta en fruto.
Es buscar no sólo nuestro bienestar,
sino el bien común, que como nos enseña la Doctrina
Social de la Iglesia no es la suma del bienestar de unos pocos sino el
bien de todos (Cfr. Compendio de Doctrina Social de la Iglesia 164).
Por tanto, la
enseñanza de este domingo es dejar de lado la soberbia que divide, la soberbia
que nos pone al centro y por tanto capaces de hacer cualquier cosa por buscar
sólo nuestro bienestar sin preocuparnos por los otros y abrazar la humildad que
une, que pone a Dios en primer lugar.
Pidamos al Señor
que nos conceda esta virtud. Que podamos
presentarnos ante Él tal como somos, con nuestras luces y sombras para que haga
crecer en nosotros el bien que Él mismo ha sembrado en nuestros corazones y así
podamos ser instrumentos de su amor, instrumentos de su paz, signos tangibles
de esperanza y colaborar en la transformación de este un mundo en el que parece
que el mal va venciendo en un mundo en el que triunfen los signos del Reino de
Cristo, con nuestras obras de amor, justicia, solidaridad, fraternidad y paz.