Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
Cada
año, caminamos con fe y esperanza hacia el Santuario de Nuestra Señora de Los
Ángeles, Patrona de Costa Rica. Lo hacemos con el corazón lleno de intenciones,
llevando en cada paso nuestras súplicas más sinceras. Con humildad, ponemos
ante sus pies las heridas que aún duelen, las luchas y alegrías de nuestras
familias, el clamor por la salud de nuestros enfermos, y los sueños que todavía
esperan cumplirse.
Pedimos
tanto, porque confiamos en la fuerza de su intercesión y en el amor infalible
de una Madre que nunca nos abandona. Su ternura nos sostiene, su mirada nos
reconforta, y su corazón nos abraza.
Hoy
quiero invitarlos a detenernos un momento y reflexionar: ¿qué nos pide María a
nosotros? Si con fe le presentamos nuestras súplicas y le pedimos su
intercesión, también es justo cuestionarnos: ¿qué espera ella de nosotros como
sus hijos? Pues allí, en medio del
calor, las ampollas y los silencios, ocurre algo radical: María nos habla. No
lo hace desde una nube ni con estruendos celestiales. Nos habla desde su imagen
sencilla, desde su abrazo materno, desde su silencio que intercede. Nos habla
como discípula, como creyente que enseña.
En
efecto, en el Evangelio ella aparece como discípula, como creyente activa, como
mujer que acoge, guarda, y actúa. Ella escucha la Palabra, la medita en su
corazón (Lc 2,19), y la traduce en servicio concreto. Su maternidad espiritual
no consiste solo en protegernos, sino también en educarnos en la fe, en
mostrarnos con su vida el camino a seguir.
La
Santísima Virgen fue ante todo discípula de su Hijo y nos precede a todos en el
camino de la fe. Por eso, cuando venimos a estar con ella como hijos, debemos también dejarnos
formar desde su corazón de Madre. Ser hijo o hija de María no es solo un acto
afectivo: es un compromiso de seguimiento. María nos pide lo mismo que dijo a
los sirvientes en Caná: ?Hagan lo que Él les diga? (Jn 2,5). Ese sigue siendo
su mensaje hoy: escuchar a Jesús, obedecer su Palabra y ponerlo en el centro de
nuestras vidas.
Particularmente,
en estos tiempos, María nos pide construir la paz y la justicia. En el
Magníficat, María no solo canta su alegría personal. Canta la acción de Dios en
la historia: "Derribó del trono a los poderosos, y exaltó a los humildes; colmó
de bienes a los hambrientos, y despidió a los ricos con las manos vacías". (Lc
1,52-53).
María
ve cómo Dios actúa para restaurar la justicia, para elevar a los pequeños, para
sacudir las estructuras de opresión. Por eso, no podemos separar el amor a
María del compromiso con la transformación del mundo. Ella nos pide que no
seamos indiferentes al sufrimiento del prójimo, que no permanezcamos callados
ante la violencia, la corrupción o la exclusión.
María
supo acompañar el dolor de su pueblo y vivir con esperanza. Que ella nos enseñe
a no quedarnos mirando desde la ventana mientras otros sufren.
Hoy,
en medio de tantos desafíos, ella nos pide que no nos acomodemos, que no
vivamos una fe de rutina, sino una fe viva, alegre y comprometida. Por eso, al ver su imagen sencilla, con su
Hijo en brazos, escuchemos en silencio lo que Ella nos susurra: "Sean Iglesia.
Sean comunidad. Sean testigos de la esperanza. Sean rostro de misericordia en
el mundo". Nos pide
construir paz en barrios, que seamos defensores de los niños y jóvenes de todo
tipo de destrucción. Nos pide justicia donde la corrupción de las estructuras
se ha enquistado. Nos pide misericordia ante mujeres violentadas, jóvenes
desilusionados, migrantes invisibilizados. Nos pide fe viva, no rutina piadosa.
Que María, la Negrita, Madre de los sencillos, nos enseñe a escuchar a su Hijo, a vivir con humildad, a construir paz y justicia, y a ser testigos alegres de la esperanza.