Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
El evangelio de
San Juan nos enseña que antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que
había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, "habiendo amado los
suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo".
Esa es la fuente
de la Eucaristía, un amor llevado a plenitud, sin reservas ni medidas. Cristo
instituye la Eucaristía como expresión viva del amor que se entrega por
completo. Y ese amor no solo se recibe, transforma. En cada Eucaristía, el amor de Dios toca
nuestra humanidad concreta, no nos convierte con violencia ni con imposiciones,
sino desde adentro, como un fuego que purifica, como una semilla que germina en
silencio. No necesitamos maquillajes espirituales ni reformas superficiales.
La verdadera
transformación no ocurre en la apariencia, sino en el corazón. Y ese cambio
profundo nace del corazón de Cristo, que en la Eucaristía se nos entrega entero
sin reservas. Por ello, él afirma, "Os daré un corazón nuevo y pondré
dentro de vosotros un espíritu nuevo".
No es una promesa
lejana, es una realidad que palpita en cada comunión. Cuando recibimos el
Cuerpo de Cristo, no solo acogemos su presencia, sino su fuerza de renovación.
La Eucaristía nos conduce a ser transformados desde dentro, a dejar que su amor
nos desarme y nos reconstruya, a permitir que su ternura nos haga nuevos.
En un mundo marcado por la prisa, la
autosuficiencia y el individualismo. La Eucaristía forma corazones capaces de
amar sin esperar nada a cambio. Allí donde había indiferencia, empieza a crecer
la compasión; allí donde el egoísmo se había enquistado, nace la
disponibilidad.
La Eucaristía es
la medicina contra la dureza interior que me lleva del aislamiento a la
fraternidad concreta. La Eucaristía no solo me une con Dios, me une con mis
hermanos. Por eso no se puede comulgar en paz y seguir guardando rencores,
desprecios o divisiones. Al comulgar, Cristo me da la capacidad de ver al otro
no como amenaza, sino como hermano. Y donde hay hermanos, hay responsabilidad,
hay reconciliación, hay cuidado. La comunión que recibimos nos compromete con
la comunión que construimos.
La Eucaristía
transforma la mirada. El que vive la Eucaristía de verdad deja de mirar desde
arriba, deja de clasificar a los demás. Deja de despreciar al que no encaja, aprende
a mirar con los ojos del evangelio con una verdad que no excluye, sino que
acoge.
Cristo en
Eucaristía no mira nuestros méritos, sino nuestra sed, nos recibe como somos
con nuestras grietas. Y al sabernos acogidos, aprendemos también a acoger. Recordemos,
habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo. Ese amor extremo se
muestra fuente y es nuestro destino.
La Eucaristía no
nos transforma por arte de magia, sino porque al recibirla con fe y humildad,
nos dejamos modelar por Cristo con marcilla en manos del alfarero como pan que
se parte para los demás. Abrámonos a la acción transformante en cada Eucaristía
que celebramos, que nos ensanche el alma y nos vuelva sacramento del amor de
Dios en medio del mundo. Muchos participan en la misa, pero no todos sienten
que son parte del cuerpo eclesial.
La Eucaristía
rompe esa facilidad y nos recuerda que cada miembro tiene un lugar, una misión,
un don que compartir. No celebramos la misa para cumplir, sino para renovar
nuestra pertenencia viva al cuerpo de Cristo. Una comunidad transformada por la
Eucaristía no se reduce a asistente, sino que se convierte en cuerpo que sirve,
anima y consuela.
El mundo necesita
una Iglesia que vive lo que celebra; una Iglesia eucarística es una Iglesia que
baja a los pies del mundo, que lava los pies de los pobres, que se hace pan
para los hambrientos de sentido, de justicia, de consuelo. Cada misa celebrada
con verdad es una fuerza misionera.
Recordemos, "habiendo
amado a los suyos, los amó hasta el extremo". Ese amor extremo se muestra
fuente y es nuestro destino.
La Eucaristía no
nos transforma por arte de magia, sino porque al recibirla con fe y humildad,
nos dejamos modelar por Cristo con marcilla en manos del alfarero como pan que
se parte para los demás. Abrámonos a la acción transformante en cada Eucaristía
que celebramos.
Que nos ensanche
el alma y nos vuelva sacramento del amor de Dios en medio del mundo.