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Obispo Auxiliar

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José

Este domingo se celebra en nuestro país, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Históricamente esta fiesta surge como una necesidad de luchar contra herejías que negaban la presencia real de Jesucristo en el sacramento eucarístico dando culto público a la Eucaristía.  Este culto público que, generalmente, se realiza con una procesión con el Santísimo Sacramento, posterior a la celebración de la Eucaristía, manifiesta que los católicos profesamos, como parte integral de nuestra fe, que, en las especies consagradas del pan y el vino, está presente Cristo, en su cuerpo, sangre, alma y divinidad.

Esta verdad de nuestra fe queda totalmente respaldada por la Palabra de Dios que se proclama este domingo.  De manera particular en la segunda lectura, cuando San Pablo transmite la Tradición Apostólica sobre la Eucaristía.

El apóstol, en esta enseñanza, hace referencia a tres elementos importantes, que nos ayudan a comprender, valorar y amar la Eucaristía:

  1. La eucaristía es sacramento instituido por Cristo.

San Pablo, en la carta a los Corintios, indica claramente, que el sacramento de la Eucaristía fue instituido por Cristo, en la última cena.  El apóstol indica que es el mismo Señor, quien dentro de la celebración de la cena pascual y con los elementos del pan ázimo y el cáliz lleno de vino, transforma aquella fiesta, que recordaba la salida de la esclavitud en Egipto, en el sacramento de la nueva alianza.

  1. La Eucaristía es presencia real del Señor en las especies consagradas.

Asimismo, indica San Pablo, que, en aquella cena, el pan y el vino, son transformados por el Señor, en su cuerpo y en su sangre, es decir, el mismo cuerpo que se entregará, después de aquella cena, para ser clavado en la cruz y la sangre que, en esa cruz, será derramada por nuestra salvación.  Las palabras de Jesús son totalmente claras:  Esto es mi cuerpo? esta es mi sangre.

  1. La Eucaristía es actualización del sacrificio pascual.

La última enseñanza del apóstol es que cada vez que coméis de este pan bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Jesús es Sumo y Eterno Sacerdote según el rito de Melquisedec, como nos enseña la carta a los hebreos y ofrece un sacrificio agradable al Padre, como el sacrificio ofrecido por este misterioso rey y sacerdote que nos presentaba la primera lectura.

Con este sacrificio, Cristo sella la Alianza Nueva y Eterna, por medio de la sangre derramada en la cruz.  Cristo no ofrece la sangre de animales sacrificados, sino que se ofrece Él mismo y por eso, este sacrificio tiene valor redentor y sella una Alianza perpetua, que no será necesario repetir nunca; se hizo una vez y para siempre.

Pero Cristo ha querido que este sacrificio cruento de la cruz, acontecimiento que nos trae la salvación, se actualizara de manera incruenta en cada celebración de la eucaristía.  Porque como nos ha enseñado San Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucharistia «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes» (EE 11).

Por esto podemos afirmar, como nos recordaba San Juan Pablo II, en la misma encíclica, que la Iglesia vive de la Eucaristía, porque es el sacramento por excelencia del misterio pascual y está en el centro de la vida eclesial (Cfr. EE 3).

De ahí que la razón por la cual nació la festividad del Corpus Christi sigue estando vigente, es necesario profesar públicamente nuestra fe en la Eucaristía, como centro y culmen de la vida cristiana (LG 11), centro y culmen de la vida de la Iglesia.

Esto lo haremos cuando, este domingo, salgamos a las calles de nuestras parroquias en procesión eucarística, para manifestar públicamente nuestra fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, pero lo debemos hacer cada vez que celebramos este sacramento, porque debemos celebrar cada Eucaristía según la enseñanza de la Iglesia, poniendo a Cristo en el centro de la celebración y haciendo cada uno lo que le corresponde según su misión, su ministerio y su carisma.

El texto del evangelio nos da ejemplo de esto.  La multiplicación de los panes fue obra de Cristo por excelencia, pero todos los discípulos participaron de una u otra forma, unos aportaron los cinco panes y los dos peces, otros ayudaron a hacer los grupos para que se sentara la multitud, otros distribuyeron el alimento, que el Señor había partido después de la oración.

Nuestras comunidades y asambleas litúrgicas deben tomar este ejemplo:  que en nuestras celebraciones eucarísticas, Cristo sea el centro, a quien acudimos para que nos alimente con su palabra y con su cuerpo y su sangre y así experimentar constantemente el fruto de su redención, como lo hemos pedido en la oración colecta, y en la que todos los bautizados participemos como verdaderos discípulos, es decir, cumpliendo cada uno con nuestra vocación y haciendo lo que nos corresponde en una verdadera acción comunitaria, en la que servimos a Dios y a los hermanos, haciendo juntos memorial del acontecimiento de nuestra redención.