Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
Desde
antes de conocer su rostro hemos orado por usted. Antes de escuchar su voz, ya el
pueblo de Dios lo ha acogido en su corazón. Le escribo estas líneas desde la
humildad de quien también ha sido llamado a servir, y desde la esperanza
compartida de millones de personas que han esperado con fe sencilla, la llegada
del nuevo Sucesor de Pedro.
Nosotros,
como el Maestro, queremos decirle: hemos orado por usted. Porque antes que ser
elegido por los hombres, usted ha sido sostenido por la oración de Cristo
mismo, ese Buen Pastor que le dijo a Pedro: ?He orado por ti para que tu fe no
desfallezca? (Lucas 22,32).
Tenemos la certeza de que es Él quien lo sostendrá. Pero no queremos quedarnos
al margen: nos sumamos a esa oración confiada, humilde, e insistente, para que
su fe permanezca firme y su corazón se mantenga abierto al soplo del Espíritu.
No
es fácil el tiempo que le tocará vivir. El mundo tiene profundas heridas:
guerras silenciosas y guerras gritadas, crisis migratorias que rompen familias,
una economía que muchas veces olvida al ser humano, y una cultura del descarte
que hace invisibles a los más frágiles. La humanidad se ha vuelto veloz, pero
no siempre más justa. Se ha vuelto informada, pero no necesariamente más sabia.
En medio de todo ello, su misión no será política ni ideológica: será pastoral.
Usted,
Santo Padre, será, ante todo, pastor de la Iglesia. Heredará una barca que ha
navegado entre tormentas y calmas, entre aciertos y fragilidades. Y nosotros,
obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, no esperamos de usted una perfección
sobrehumana, sino un corazón abierto a Dios y cercano al pueblo. Le pedimos que
nos confirme en la fe, que nos llame a la más genuina comunión evangélica, y
que nos recuerde siempre que el servicio evangélico supera todo funcionalismo.
Pero
también será reflejo de Cristo para la humanidad entera. Mucha gente que no
cree, o que se ha alejado, mirará en usted un gesto, una palabra, una señal.
Que puedan ver en su rostro la ternura del Buen Pastor. Que puedan reconocer en
su voz un eco de la compasión de Jesús. En un mundo tan secularizado, su
presencia misma será un signo humilde de la esperanza.
Su
misión como gestor de paz, no solo entre naciones, sino entre los corazones, alienta
la esperanza, por ello ir al encuentro de quienes piensan distinto, que aún no
saben que Dios los ama, hace visible el Evangelio. Custodiar con valentía y
ternura la casa común, el grito de la tierra y el clamor de los pobres, es
hermoso.
Santo
Padre, alentar con ternura y claridad a las familias, tantas veces frágiles,
dispersas o heridas, pero siempre capaces de ser semilla de amor y de fidelidad
silenciosa, es misión permanente. Que su palabra las anime en lo cotidiano, en
lo pequeño, donde también se edifica el Reino. Alentar y fortalecer la
fraternidad dentro de la Iglesia, para que no nos dividan ideologías ni
etiquetas, sino que vivamos en comunión, incluso en las diferencias. Hay
necesidad de un profeta de esperanza concreta, que no niega las cruces del
mundo, pero tampoco deja que tengan la última palabra. Le pedimos que sea puente entre generaciones,
para que los jóvenes no pierdan la fe y los mayores no pierdan la esperanza,
que sea voz de los que no tienen voz, porque cada vida humana, desde el vientre
hasta la vejez, clama por dignidad.
Santo
Padre, sepa que no está solo. Lo acompañamos con nuestra oración filial,
nuestra lealtad evangélica y nuestro afecto. No le exigimos grandeza; le
pedimos humanidad y santidad. No esperamos estrategias; esperamos Evangelio.
Que
María, Madre de la Iglesia, lo cubra con su manto. Y que el Espíritu Santo, que
lo ha traído hasta aquí, lo lleve cada día por el camino del servicio, la
escucha y la misericordia.