Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
La
Pascua no es solo el recuerdo de un acontecimiento; es la proclamación de una
verdad presente y eterna: ¡Nuestro Señor vive! No seguimos a un líder que quedó
en la tumba, ni a un maestro cuya voz se apagó con el tiempo. Seguimos al
Viviente, al Señor que ha vencido la muerte y cuya presencia transforma el
mundo.
Acompañamos
a Jesús desde su entrada triunfal a Jerusalén hasta la cruz, lo vimos entregar
su vida por amor, experimentar el abandono y el dolor más profundo. Pero ese
camino no terminó allí. La cruz no fue el final, sino la puerta a la vida
verdadera. El sepulcro vacío no es solo prueba de su resurrección, sino señal
de que la muerte ha sido vencida y de que la última palabra la tiene Dios, no
el sufrimiento, tampoco la desesperanza, ni el pecado.
Es
esencial abrir nuestro corazón a Cristo, el que fue crucificado y resucitado, y
permitir que Él transforme nuestras vidas. Él ofrece a todos la oportunidad de
vivir una alegría auténtica, un gozo profundo que hace que la vida humana se
renueve, se llene de belleza y se colme de esperanza.
Proclamemos
hoy y siempre con ánimo renovado: Él está vivo y vive en su Iglesia, que es su
Cuerpo, en cada comunidad reunida en su nombre. Vive en su Palabra, que no es
letra muerta, sino espíritu y vida (Jn 6,63). Vive en la Eucaristía, donde se
nos da como alimento verdadero. Vive en el hermano que sufre, en el pobre, en
el necesitado, en aquel que nos tiende la mano pidiendo ayuda y en aquel que
nos la ofrece cuando más lo necesitamos.
Cristo
vive en los corazones que aman, en cada gesto de reconciliación, en cada acto
de misericordia. Vive en aquellos que han hecho del Evangelio su forma de vida
y que anuncian con su testimonio que el amor es más fuerte que el odio, que la
esperanza es más grande que el miedo, que la vida nueva es posible para quien
cree.
Si
en verdad creemos que Cristo vive, no podemos vivir como si estuviera muerto.
La fe en el Resucitado nos lanza a una vida nueva, a una existencia marcada por
la alegría profunda, por la certeza de que no estamos solos. Nos invita a ser
testigos, a irradiar la luz de la Pascua, a no conformarnos con una fe
rutinaria, sino a vivir con la certeza de que el Señor está con nosotros todos
los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20).
Decirse
discípulo de Cristo no es cuestión de palabras. Es fácil hablar de amor y
compasión, pero si en lo cotidiano hay indiferencia y egoísmo, algo no cuadra.
Jesús no llamó a construir una fe de apariencias, sino a manifestarlo en cada
acción. La Fe auténtica se nota, no se presume. Es tiempo de escuchar a Cristo
y empezar a vivir en Él.
No
podemos permitir que el temor, la tristeza o la indiferencia nos hagan vivir
como si la Resurrección no se hubiera dado. No sigamos buscando entre los
muertos al que está vivo (Lc 24,5). ¡Cristo vive! Y eso lo cambia todo.
Queridos
hermanos, que esta Pascua sea un renacer en la fe. Abramos los ojos para
reconocer a Cristo en nuestro caminar, como lo hicieron los discípulos de
Emaús. Abramos el corazón para dejarnos transformar por su vida. Seamos
testigos de la resurrección, anunciemos con alegría que el Señor ha vencido la
muerte y que, con Él, nosotros también hemos sido llamados a una vida nueva.
Cada
vez que elegimos amar en lugar de odiar, cada vez que optamos por la esperanza
en lugar de la resignación, el resucitado sale a nuestro encuentro para
comunicarnos su vida.
Que
la luz de Aquel que vive eternamente ilumine sus vidas, sus familias y
comunidades. ¡Cristo vive! ¡Aleluya!