Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
San
Pablo, en su carta a los Filipenses, nos advierte con profunda tristeza: "Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; lo he dicho muchas veces,
y ahora lo repito con lágrimas en los ojos. Su destino es la perdición, su dios
es el vientre, y su gloria está en su vergüenza; solo piensan en las cosas de
la tierra". (Flp 3,18-19).
Con
estas palabras, además de denunciar un rechazo explícito de la cruz, nos invita
a reflexionar sobre lo que ella significa realmente. En efecto, la cruz se ha
entendido de forma errónea, como un llamado a la resignación pasiva ante el
dolor, casi como una exaltación del sufrimiento en sí mismo. Sin embargo,
abrazar la cruz no es encadenarse a la aflicción ni encontrar en ella un fin en
sí mismo, sino descubrir en su misterio el camino hacia la redención.
Para
nosotros los cristianos, la cruz, antes que signo de suplicio, es el árbol de
la vida en el que Cristo entrega su existencia para redimirnos. San Pedro nos
dice que: "Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para
que, muertos al pecado, vivamos para la justicia; por sus heridas habéis sido
sanados". (1 Pe 2,24).
Es
en ese "madero" donde la maldición del pecado es transformada en bendición, la
condena en salvación y la muerte en promesa de resurrección. El cristiano, al
abrazar la cruz, no se aferra a la desgracia, sino a la esperanza de que, en
Cristo, todo dolor es redimido y todo sacrificio fecundo.
Si
Cristo cargó con nuestra cruz, es porque en ella no hay una trampa de dolor,
sino una puerta abierta hacia la salvación. Jesús mismo no buscó la cruz por
gusto, sino que la aceptó como el acto supremo de amor. En Getsemaní, su
oración nos muestra que la cruz no era su objetivo en sí misma: "Padre, si
quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". (Lc 22,42). No era un amor al sufrimiento lo que lo movía, sino un amor radical
al Padre y a nosotros. Su cruz no es el fin, sino el paso necesario hacia la
resurrección.
Ser
cristiano no significa una vida sin cruces, pero sí una vida en la que cada
cruz es una oportunidad para la gracia. No hay victoria sin batalla ni
resurrección sin Viernes Santo. Por eso, abrazar la cruz es abrazar a Cristo en
su totalidad: su entrega, su amor, su confianza en el Padre. Es vivir sabiendo
que toda prueba, cuando es asumida en Él, se convierte en camino de redención.
No adoramos la cruz como un fin, sino como un medio; no nos quedamos en el
Calvario, sino que avanzamos hacia la Pascua.
En
un mundo, donde muchos viven como enemigos de la cruz, es nuestra misión
recordar que esta no es un peso que nos esclaviza, sino un signo que nos eleva.
La cruz, lejos de ser un fracaso, es la más grande de todas las victorias,
porque es el punto donde el amor de Dios se revela en su máxima expresión.
Por eso, hermanos, abracemos la cruz, pero no con temor ni desesperanza, sino con la certeza de que en ella Cristo nos ha dado la salvación. La Cruz no es símbolo de derrota, sino de amor llevado hasta el extremo. En ella, Dios se entrega por nosotros, y desde ella brota la esperanza que nunca defrauda.
Si
hoy tu cruz parece demasiado pesada, no la cargues con resignación, sino con la
confianza de que no caminas solo. Cristo la llevó primero y, en Él, cada
herida, cada lágrima y cada esfuerzo encuentran un propósito.
Más aún, ninguna cruz está hecha para ser llevada en soledad. Así como Cristo contó con Simón de Cirene en su camino al Calvario, nosotros estamos llamados a ser cireneos para los demás. Un gesto de amor, una palabra de aliento, una ayuda concreta puede aliviar la carga de quienes llevan cruces demasiado pesadas. No siempre podremos quitar el dolor del otro, pero sí podemos hacerle sentir que no está solo. La cruz compartida se vuelve más llevadera, y en la solidaridad descubrimos el rostro de Cristo en el hermano que sufre.