Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Como se ha señalado desde el
principio de la cuaresma, este tiempo tiene como objetivo prepararnos para la
celebración de la Pascua, que es la fiesta más importante de la Iglesia y el
acontecimiento que da fundamento a nuestra fe, por tanto, estos cuarenta días
que estamos viviendo deben ayudarnos a llegar con un corazón renovado a la
conmemoración anual de la resurrección de Cristo y de este modo comprometernos
nuevamente a vivir como verdaderos cristianos al renovar nuestras promesas
bautismales.
La oración, el ayuno, la caridad
y las demás obras de piedad que realizamos en este tiempo, nos deben ayudar en
este camino de renovación, que llamamos conversión, y que busca que nos
identifiquemos cada vez más profundamente con Cristo para tener, como hemos
pedido en la oración colecta, el mismo grado de amor con el cual Jesús
se entregó por la salvación del mundo.
Este camino de conversión, si lo
hacemos con un corazón humilde y abierto al Señor, nos ayuda a reconocer, como
lo ha hecho Pablo en la segunda lectura, que no hemos alcanzado el ideal de la
perfección -esto lo alcanzaremos sólo en la Vida Eterna-, pero también, como
Pablo, nos debe llevar a reconocer a Cristo, como nuestro bien supremo y, de
este modo, dejar todo aquello que nos aleje o nos impida alcanzar este bien.
Reconocer el hecho de no haber
alcanzado la perfección va de la mano al hecho de confesarnos limitados y
pecadores, y por tanto, necesitados de la gracia y misericordia de Dios, para poder continuar
esta carrera hacia la meta que es el cielo, impulsados por la fuerza que da el
amor y el perdón del Señor.
Para animarnos a poner nuestra
vida en las manos misericordiosas de Dios, este V Domingo de Cuaresma, la
liturgia de la palabra nos ha regalado en el texto evangélico, la narración de
la mujer adúltera, la cual es presentada ante Jesús, por los escribas y
fariseos.
San Juan indica que quienes
llevan a esta mujer ante Jesús, lo hacen con la única intención de ponerle una trampa y poder acusarlo. Esto porque ciertamente la ley de Moisés
indicaba que la persona encontrada en adulterio debía ser apedreada, por lo tanto,
si Jesús indicaba que no se cumpliera esta pena, podrían acusarlo de violar la
ley de Moisés, pero si indicaba que debía ser apedreada, podrían acusarlo con
las autoridades romanas, que no permitían a los judíos aplicar la pena de
muerte, ya que esto sólo podía hacerlo el procurador romano.
Ante esta encrucijada, Jesús
guarda silencio y escribe en el suelo con el dedo. Aunque el evangelio no dice qué escribía
Jesús, los estudiosos han hecho distintas especulaciones y generalmente indican
que Jesús escribía en el suelo los pecados de aquellos que habían llevado a la
mujer encontrada en adulterio.
Otros estudiosos, siguiendo a San
Agustín, dicen que lo que escribía Jesús era la ley de Moisés, así como Dios
escribió con el dedo en las tablas de la ley.
Esa ley dice, en el capítulo 20 del levítico, que no sólo la mujer, sino
también el hombre encontrado en adulterio debía ser apedreado, cosa que
fariseos y escribas no habían cumplido, porque llevaron delante de Jesús únicamente
a la mujer.
Será después de mucha insistencia
que Jesús da una respuesta: Quien está libre de pecado que tire la
primera piedra. Dice el evangelio
que, después de esto, todos se retiraron, empezando por los más viejos, dejando
solos a Jesús y a la mujer.
Aquello que Jesús escribía en el
suelo, haría que los acusadores se retiraran, ya que los puso en evidencia,
fuera porque estaban escritos sus pecados, fuera porque evidenciaba que
manipularon la ley de Moisés. San Juan
indica que los más viejos, los que tenían más experiencia y conocimiento de la
ley y que eran más conscientes de sus pecados, dieron ejemplo y se retiraron de
primero.
Una vez que Jesús queda solo con
la mujer que ha cometido adulterio, y viendo que nadie pudo condenarla, Jesús,
manifiesta su misericordia y le dice tampoco
yo te condeno indicándole que ha sido perdonada, que él, que es
Dios-con-nosotros, no la condena y que puede retomar su vida.
Pero la misericordia de Jesús, va
más allá del perdón, la misericordia también enseña la verdad, Jesús exhorta y
guía a aquella mujer, recordándole que no
debe volver a pecar y, también, que la misericordia de Dios da la gracia
que renueva y da la fuerza, para dejar atrás el pasado y vivir en la novedad de
Dios.
La misericordia de Dios, revelada
por Cristo es, por tanto, ese torrente de agua que convierte el desierto en un
jardín, que borra lo antiguo y que hace todo nuevo, como lo ha anunciado Isaías
en la primera lectura.
Por eso el mismo Jesús, ha dejado
el sacramento de la Reconciliación, como ese regalo de gracia por el cual nos
hace experimentar esa misericordia de Dios, que nos perdona, nos guía y enseña
el camino a seguir y nos llena con su gracia para luchar contra el pecado.
El papa Francisco siempre insiste
en esto «Un Dios que sigue
creyendo en nosotros y nos brinda a cada momento la posibilidad de volver a
empezar. No hay pecado o fracaso que al presentarlo a Él no pueda convertirse
en ocasión para iniciar una vida nueva, diferente, en el signo de la
misericordia. No hay pecado que no pueda ir por este camino. Dios perdona todo» (27.03.2022).
Estos
últimos días de la cuaresma, acá en Costa Rica, se caracterizan por las
liturgias penitenciales que se organizan en las parroquias. Que todos podamos, como Pablo, reconocer que
no somos perfectos y que necesitamos la gracia y la misericordia de Dios, para
que acercándonos al sacramento del perdón y experimentando ese torrente de
gracia que borra lo antiguo y hace nuevas todas las cosas, celebremos,
renovados y con mucho gozo las ya cercanas fiestas pascuales.