Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Este domingo continuamos escuchando el sermón de la llanura, que hemos iniciado su lectura la semana
anterior.
Esta predicación de Cristo comenzó con las bienaventuranzas y
se nos recordaba que es dichoso aquel que pone toda su vida y su confianza en
las manos de Dios y no en las cosas de este mundo.
Continuando
con ese llamado, Jesús nos dice, en el fragmento proclamado este domingo, que
aquellos bienaventurados, es decir, los que han puesto su vida en las manos del
Señor, deben ir asumiendo el mismo modo de actuar de Dios, que es compasivo y
misericordioso, como nos recordaba el salmo, y por tanto estamos llamados a
vivir el amor con la misma intensidad del Padre del cielo.
San Lucas, a quien se le conoce como el evangelista de la
misericordia, pone énfasis en afirmar que la perfección y la omnipotencia de
Dios radica en que es un padre misericordioso, que sale en búsqueda de la oveja
perdida y que recibe con los brazos abiertos al hijo pródigo. Esa misericordia es la que debe vivir también
el cristiano, según nos ha recordado Jesús este domingo.
En el texto evangélico, Jesús enfatiza que la misericordia se
traduce en amor, un amor que no es sólo recíproco, es decir, amar a los que nos
aman, sino que el amor debe alcanzar incluso a aquellos que no nos aman,
siguiendo el ejemplo del Padre que es
bueno con los malvados y los malagradecidos o el ejemplo del mismo Cristo, el
cual desde la cruz perdonó a los que lo crucificaron.
Este es
un llamado exigente, incluso podemos decir que es un llamado que va en contra
del modo normal de actuar del ser humano, que ante aquellos que le han hecho
mal reacciona alejándose, molestándose o incluso buscando algún tipo de
venganza.
Dios,
por el contrario, nos está exhortando a amar, a perdonar, a no juzgar y a vivir
la caridad con los enemigos, como modo concreto de vivir la fe y ser testigo de
Cristo.
¿Cómo podremos
lograr esto, cuando la reacción humana generalmente es lo contrario?
Este
llamado no puede separarse del inicio del sermón
de la llanura, es decir de las bienaventuranzas que escuchamos el domingo
anterior, porque aquel que ha puesto su vida en las manos de Dios y actúa según
su voluntad, va uniendo su vida al Señor y se configura con Él de tal manera
que puede ser misericordiosos como el
Padre. Así nos lo ha recordado el
papa Francisco: «(Poner la otra mejilla) Esto
no es fácil, pero Jesús lo hizo y nos dice que lo hagamos nosotros también. [...]
Poner la otra mejilla no es el repliegue del perdedor, sino la acción de quien
tiene una fuerza interior más grande. Poner la otra mejilla es vencer al mal
con el bien [...] este poner la otra mejilla, no es dictado por el cálculo o por
el odio, sino por el amor. Queridos hermanos y hermanas, es el amor gratuito e
inmerecido que recibimos de Jesús el que genera en el corazón un modo de hacer
semejante al suyo, que rechaza toda venganza» (23.02.2022).
Ejemplo de esto ha sido la forma de actuar de David en la
primera lectura, porque él, en vez de actuar como humanamente hubiese sido lo
normal, decidió perdonar la vida del rey Saúl, quien lo estaba buscando para
matarlo y dejó que fuera Dios según su
justicia y su lealtad quien actuara a su favor. David, quien en ese momento ya había sido
ungido por Samuel, actuó no según la justicia humana, sino dejó que el Espíritu
del Señor actuara en él.
Por tanto, vivir el amor, con el exigente compromiso de
perdonar y ser misericordiosos con los enemigos, sólo es posible cuando poniendo
nuestra vida en las manos de Dios, nos vamos configurando con Él, para que sea
el impulso de su amor lo que nos haga reaccionar ante aquellos que nos han
hecho mal.
Este es uno de los signos tangibles de la esperanza que
debemos hacer presente en el mundo durante este año jubilar, porque la vivencia
del amor, con la radicalidad y la exigencia pedida por Cristo en el sermón de
la llanura es lo que transformará el mundo.
Por tanto, sigamos pidiendo al Señor, como lo hemos hecho en
la oración colecta: que meditando en los misterios de Dios, él nos impulse a hacer lo que
es de su agrado; y lo que a Jesús le agrada es que seamos misericordiosos como el Padre porque esto
es lo que dará credibilidad a toda la acción evangelizadora de la Iglesia.