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Arzobispo

La vida: don y responsabilidad

Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José

La vida es un don precioso que procede de Dios. Jesús mismo afirma: "Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia" (Jn 10,10), subrayando no solo el carácter sagrado de la vida humana, sino también la plenitud con la que estamos llamados a vivirla.

Desde la creación, Dios ha otorgado la vida como un acto de amor: "Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente" (Gn 2,7). La vida no es un accidente ni algo trivial; es el fruto de un designio amoroso. Cada existencia humana lleva la impronta de Dios, lo que le confiere un valor único e insustituible.

Pero este carácter sagrado de la vida exige una respuesta agradecida por parte del ser humano. Amar la vida significa reconocer que es un don que debemos cuidar, respetar y proteger. El instinto de supervivencia, que compartimos con otras criaturas, nos impulsa naturalmente a conservarla, pero en nosotros, como seres humanos, emerge algo más: la conciencia de su trascendencia. Sabemos que la vida tiene un propósito que va más allá de la mera existencia.

Jesús se dedicó a dignificar la vida. Su ministerio estuvo marcado por actos que reivindican la vida en los más vulnerables: curaba a los enfermos, resucitaba a los muertos y devolvía la esperanza a quienes la habían perdido. En cada acción, afirmaba que la vida humana es digna de ser amada y protegida en todas sus etapas. Así, amar la vida implica, también, amar la vida de los demás, defenderla y promoverla, especialmente cuando está amenazada.

Sin embargo, amar la vida no implica idolatrarla. Jesús nos recuerda que quien intente aferrarse a ella egoístamente, la perderá (cf. Mt 16,25). Por tanto, amar la vida incluye aprender a entregarla, a ponerla al servicio del amor y del bien común. El sacrificio de Cristo en la cruz nos enseña que el acto supremo de amar la vida es darla por los demás.

Amar la vida implica también una actitud concreta ante los desafíos actuales. En un mundo marcado por la cultura del descarte, donde tantas vidas son amenazadas por la pobreza, la violencia, el aborto, la eutanasia o la indiferencia, los cristianos estamos llamados a ser defensores apasionados de la vida en todas sus formas. Esto significa acoger al que sufre, proteger al más débil y ser voz para quienes no pueden defenderse.

Amar la vida es abrirse al bien que podemos hacer por los demás, con un corazón abierto y generoso. Este compromiso no se limita a la acción, sino que también exige oración, reflexión y promoción de una cultura que celebre la vida como el gran don que es.

El amor por la vida que nos enseña el Evangelio es una forma de existencia. Amar la vida significa abrazarla como un regalo de Dios, vivirla con gratitud y compromiso, y ofrecerla en servicio y amor. Es, en definitiva, responder al llamado de Jesús a vivir en plenitud, con la certeza de que la vida, en sus múltiples dimensiones, está siempre orientada hacia la eternidad.

Que este amor a la vida nos inspire a ser testigos de esperanza, custodios del don recibido y sembradores de un futuro más humano, más justo y lleno del amor de Dios.

En sociedades marcadas por la violencia, como la nuestra, es urgente y vital redescubrir el valor de la vida. Cada acto de violencia que destruye una vida es un recordatorio de la profunda crisis de valores que enfrentamos, donde la indiferencia y la deshumanización parecen prevalecer. Solo al recuperar el respeto por la vida humana, al promover la empatía, el amor y la solidaridad, podremos construir una sociedad donde la paz y la dignidad sean las verdaderas fuerzas que guíen nuestras acciones. Sin esta renovación, corremos el riesgo de seguir siendo prisioneros de una realidad donde la muerte parece ser la única respuesta. Llenemos la mente y el corazón de las nuevas generaciones, de ese amor por tan gran regalo de Dios.

Pidamos al Señor que llene nuestro corazón de su amor y sabiduría, para que podamos aprender a valorar y amar la vida en cada uno de sus momentos, reconociendo en ella su presencia y bendición.