Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
En
la lectura del evangelio de San Lucas que estamos haciendo durante los domingos
de este Año Litúrgico, iniciamos este domingo VI del Tiempo Ordinario, la
narración del discurso de Cristo que se conoce como el sermón de la llanura.
Esta
predicación de Jesús inicia con las bienaventuranzas; que en el evangelio de San
Lucas son cuatro, acompañadas además de cuatro amonestaciones.
Cristo
inicia este discurso manifestando que son dichosos los pobres, los que tienen
hambre, los que lloran y los que son perseguidos por el hecho de ser
cristianos, porque recibirán el consuelo de Dios y la bienaventuranza eterna.
En
contraposición, Jesús amonesta diciendo que ay de aquellos que son
ricos, de los que se hartan, de los que ríen y de los que son alabados por todo
el mundo, porque han recibido el consuelo aquí en la tierra y no han sido
capaces de trabajar por la bienaventuranza futura.
Estas
palabras tan fuertes de Jesús las podemos comprender a la luz del salmo primero
que es propuesto para este domingo y de la lectura del profeta Jeremías.
La
respuesta del salmo dice: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en
el Señor». Es decir que la bienaventuranza anunciada por Cristo, radica en
poner la confianza únicamente en el Señor y no en las cosas de este mundo.
Así
lo ha dicho también, con total claridad, el profeta Jeremías: «Maldito el
que confía en el hombre y bendito el que confía en el Señor y pone en él su confianza».
¿Qué
es, entonces, lo que nos quiere recordar la palabra de Dios este domingo?
Jesús
no le está dando categorías morales a la pobreza o la riqueza, pero sí está
indicando que para el pobre, el hambriento, el perseguido y el triste; debido a
su condición de vulnerabilidad y de abandono, le es más fácil poner su vida en
las manos de Dios, porque no tiene nada a qué atarse en este mundo y por tanto Dios toma el lugar que le
corresponde, es decir Dios es el TODO de aquellos que más están sufriendo.
Diferente,
podría suceder, con los que materialmente hablando tienen todo en este mundo. Su vida, su felicidad, su confianza y su
esperanza están puestas en bienes o personas, que al final de cuentas son
pasajeros e imperfectos, pero que empiezan a ocupar el lugar de Dios, hasta que
fácilmente lo destronan del todo.
¡Cuánto
sufrimiento se vive, cuando estos bienes o estas personas faltan!, como nos ha
dicho el profeta: la vida se torna árida como el desierto, como un cardo en
la estepa.
Insisto,
Jesús no está dando categorías morales a la riqueza o a los bienes materiales,
pero sí quiere enseñarnos que éstos deben ocupar el lugar que les corresponde y
que nunca pueden ocupar el puesto que sólo puede tener Dios, ya que la
verdadera felicidad, la felicidad plena, esa que constantemente busca el ser
humano, la felicidad que es para siempre y no para un momento, sólo se
encuentra en Cristo; ningún bien material, ninguna riqueza de este mundo dará
esa felicidad verdadera.
Así
nos lo recuerda el papa Francisco: «[...] el discípulo de Jesús no encuentra su alegría en el
dinero, en el poder, u otros bienes materiales, sino en los dones que recibe
cada día de Dios: la vida, la creación, los hermanos y las hermanas, etc. Son
dones de la vida. También los bienes que posee los comparte con gusto, porque
vive en la lógica de Dios. Y ¿cuál es la lógica de Dios? La gratuidad. El
discípulo ha aprendido a vivir en la gratuidad» (13.02.2022).
Esa
felicidad auténtica es la que Pablo nos ha recordado en la segunda lectura, es
decir que nuestra esperanza no se reduce a las cosas de esta vida, porque
seríamos los hombres más infelices del mundo. Cristo ha resucitado y nosotros
vamos a resucitar con Él, por esto es que somos realmente bienaventurados y es
por esta dicha por la que debemos luchar.
Este
año jubilar estamos llamados a ser peregrinos de esperanza y signos tangibles
de esperanza. Que podamos serlo viviendo
esta gratuidad que nos da el poner nuestra confianza únicamente en Dios,
sabiendo que Él es nuestro todo y que sólo en Él encontramos la auténtica
alegría.
Por
eso pidamos al Señor, como lo hemos hecho en la oración colecta, que su
gracia, nos haga rectos y sinceros de corazón para que Dios habite en nosotros y
que Él sea nuestro TODO y que nunca lo despojemos del lugar que sólo Él debe
ocupar.