Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
La
Fiesta litúrgica del bautismo de Jesús nos ofrece un episodio cargado de
simbolismo y profundo significado para nuestra fe. Aunque a primera vista puede
parecer desconcertante, ya que el bautismo de Juan era un rito de penitencia,
conversión y arrepentimiento para preparar a las personas a recibir el perdón
de los pecados, el Señor, siendo completamente inocente, no tenía necesidad de
este bautismo.
Cuando
Jesús, el Hijo amado, se sumerge en las aguas del Jordán, no lo hace para
purificarse, sino para santificarlas. Con este acto, Él señala su misión de
redimirnos y conducirnos a la plenitud de la vida divina. En ese momento, el
cielo se abre, el Espíritu Santo desciende en forma de paloma y la voz del
Padre proclama: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco". (Mt 3, 17). Este
acontecimiento no solo revela la comunión perfecta de la Santísima Trinidad,
sino que también prefigura el bautismo cristiano, en el cual somos sumergidos
en el misterio de Dios y llamados a ser hijos adoptivos en Cristo.
En
este evento se destacan dos momentos clave. Por un lado, Jesús acepta con
humildad el compromiso de su misión redentora, una misión que implicará
sufrimiento y sacrificio por toda la humanidad. Por otro lado, recibe una
efusión especial del Espíritu Santo, que desciende sobre Él en forma de paloma.
Este Espíritu es una señal del don que, más adelante, será otorgado a todos los
renacidos en el bautismo, renovando y transformando sus vidas.
Además,
la voz celestial que proclama: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc
1, 11), es la voz del Padre que reconoce a Jesús como su Hijo eterno y amado,
destacando el vínculo único que los une. Igualmente, gracias al bautismo
cristiano, esta misma declaración divina resuena en cada uno de nosotros: ?Tú
eres mi hijo amado?, recordándonos que hemos sido incorporados a la familia de
Dios. Por ello, debemos exultar de gozo por tanto amor venido de lo alto hacia
nosotros.
El
bautismo de Jesús no solo es un acto simbólico, sino la fuente del bautismo
cristiano, lleno de la gracia del Espíritu Santo y del poder transformador de
la vida nueva en Dios. A diferencia del bautismo de Juan, que era un rito de
preparación, el bautismo instituido por Cristo no solo limpia el pecado, sino
que infunde la gracia divina en nuestras almas, otorgándonos una nueva vida.
Este sacramento nos une a la Iglesia, nos hace partícipes de la muerte y
resurrección de Cristo, y nos capacita para vivir como auténticos discípulos.
San Pablo lo expresa con claridad: "Porque todos los que habéis sido bautizados
en Cristo, de Cristo estáis revestidos". (Gál 3, 27).
El
agua del bautismo, más que un simple elemento material, se convierte en fuente
de vida espiritual. Así como el agua en la naturaleza limpia, nutre y da vida,
en el bautismo actúa como vehículo del Espíritu Santo, regenerándonos,
fortaleciéndonos y sosteniéndonos en el camino de la fe.
Las gracias abundantes del bautismo son un don incomparable: nos libera de todo pecado, nos convierte en hijos adoptivos de Dios y partícipes de su naturaleza divina. Nos une al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y nos llena con su presencia, capacitándonos para ser luz en el mundo y testigos de su amor.
Esta
Fiesta litúrgica, ha de movernos a reflexionar sobre nuestro propio bautismo,
la puerta que nos introdujo a la vida cristiana. En aquel día, nuestras almas
fueron marcadas con el sello indeleble de la gracia, y recibimos la misión de
ser testigos valientes de Cristo en el mundo. Sin embargo, el bautismo no es
solo un evento del pasado, sino una realidad viva que debemos renovar
diariamente en nuestra vida de fe.
Al
recordar nuestro bautismo, renovemos el compromiso de vivir como discípulos
auténticos de Cristo, llevando su luz a los demás y dando gracias por este
sacramento que transforma y nos abre las puertas a la vida eterna.