Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo de San José
En
la quietud de la noche, una estrella brilló con una intensidad que nunca antes
se había visto. No fue simplemente un acontecimiento en el cielo; fue un
llamado, una señal que tocó los corazones de sabios en tierras lejanas,
despertando en ellos el anhelo de seguir el camino hacia algo más grande.
Como nos dice el Papa Francisco: "Llenos de una ardiente nostalgia de infinito, escrutan el cielo y se dejan asombrar por el fulgor de una estrella, representando así la tensión hacia lo trascendente, que anima el camino...y la búsqueda incesante de nuestro corazón. De hecho, aquella estrella deja en sus corazones precisamente una pregunta: ¿Dónde está el que acaba de nacer?".
No
fue una búsqueda fácil. Cada paso estaba cargado de incertidumbre, pero también
de una esperanza inquebrantable. ¿Quién sería este Rey anunciado por las
estrellas? ¿Qué significaba este viaje que dejaba atrás comodidades, seguridad
y todo lo conocido? Lo que los movía no era la ambición ni la curiosidad, sino
el deseo ardiente de encontrar la verdad.
La
narración de los magos es también un espejo de nuestra búsqueda espiritual.
Ellos representan el corazón humano que anhela algo más grande, que necesita
una luz en medio de las sombras para encontrar el camino hacia el sentido
profundo de la vida. El
camino de la fe comienza en el momento en que dejamos de conformarnos con lo
conocido y nos atrevemos a cuestionar nuestra vida. Es en la incertidumbre, en
el dolor y en los momentos de desafío cuando la verdadera búsqueda de Dios se
enciende en nuestro corazón, empujándonos a salir de nuestra zona de confort y
a arriesgarnos a lo desconocido, confiando en que Él nos guiará.
Cuando
finalmente llegaron al lugar donde estaba el Niño, no encontraron un trono de
oro ni un palacio resplandeciente. En cambio, ante ellos se presentó la escena
más humilde que podían imaginar: un Niño en brazos de su madre, en un lugar
insospechado. Y, sin embargo, en ese Niño vieron al Rey que la estrella
refulgente anunciaba.
Postrándose
en adoración, ofrecieron tres regalos que no solo hablaban de su riqueza, sino
de su fe: Oro, símbolo de realeza, porque reconocían a Jesús como Rey de reyes.
Incienso, usado en la adoración, porque reconocían su divinidad y mirra, un
perfume asociado con el sufrimiento, porque anticipaban su sacrificio redentor. Estos regalos no fueron
escogidos al azar. En ellos, los magos expresaban su comprensión del misterio
que tenían frente a ellos: el Niño Jesús era verdadero Rey, Dios y Redentor.
Pero,
además, la Epifanía es un momento que trasciende fronteras y culturas. En los
magos vemos representados a los pueblos, a hombres y mujeres de todo el mundo,
llamados a la salvación que Cristo ofrece. No eran judíos, no pertenecían al
pueblo de la promesa y, sin embargo, Dios los llamó, demostrando que Jesús no
es exclusivo de un solo pueblo, sino el Salvador de toda la humanidad.
Mientras
los magos adoraban, Herodes y los suyos, llenos de intereses y mezquindad,
reaccionaron con miedo y rechazo. Este contraste nos recuerda que la revelación
de Dios exige una respuesta, y no todos están dispuestos a aceptar la verdad.
Así
como los magos se pusieron en camino, también nosotros somos llamados a buscar
a Cristo con un corazón dispuesto. Él no está lejos; está cerca de nosotros, en
la sencillez de nuestra vida cotidiana, esperando que lo reconozcamos como la
fuente de nuestra vida.
El
Niño en el pesebre nos muestra que la verdadera grandeza está en la humildad, y
que la salvación no llega a través del poder terrenal, sino del amor.
Que
esta Epifanía renueve en nosotros el deseo de buscar al Señor con un corazón
sincero y de seguir la luz que nos lleva a Él. Dejémonos guiar, como los magos,
porque Cristo es la Verdad que da sentido a nuestra existencia.
¡Adoremos al Rey que ha nacido!