Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Hemos iniciado la celebración
solemne de la Octava de Navidad, y por tanto estamos celebrando la fiesta, que
después de la Pascua, es la más importante para nosotros los cristianos: el nacimiento de nuestro Salvador. Este año, unidos a una fiesta de suma
trascendencia, como lo es el Jubileo Ordinario, en el que celebramos los 2025
años del Nacimiento del Salvador, por esto, en cada una de nuestras catedrales,
este domingo se inaugura este camino jubilar que ha iniciado la pasada
solemnidad de la Natividad del Señor.
La importancia de estos
acontecimientos radica en lo que nos ha recordado San Juan en la segunda
lectura: «cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de
Dios, sino que realmente lo somos».
Porque precisamente, el Emmanuel, el Dios con nosotros, aquel a quien habían anunciado los profetas
desde antiguo y a quien contemplamos recién nacido en el pesebre, asume nuestra
condición humana para transformar nuestra suerte, haciéndonos hijos y herederos
de su misma vida gloriosa. En palabras
de San Ireneo de Lyon «El Verbo de Dios,
el Hijo de Dios se hizo hombre, para que el hombre entrando en comunión con él,
se convirtiera en hijo de Dios».
Este regalo maravilloso, dado a
la humanidad por la encarnación del Verbo, implica que el Dios eterno, perfecto
y trascendente, el totalmente otro
(como lo llama Karl Barth), asuma nuestra condición humana, «haciéndose igual a nosotros en todo, menos
en el pecado», como dirá la carta a los Hebreos (Cfr. Hb. 4, 15).
Esta verdad, fundamental de
nuestra fe cristiana, ha significado que la segunda persona de la Trinidad
asuma la vida humana en todas sus dimensiones, por tanto, se encarna en el
vientre purísimo de María, y nace, como verdadero hombre, pequeño, frágil y
vulnerable, y por tanto necesitado de la ayuda de aquellos a quienes el Padre
les encomendó esta tarea: su madre, la
Santísima Virgen, de quien el Verbo toma carne y San José, su padre putativo.
Por esto el santo padre ha
querido dedicar este jubileo al tema de la esperanza, porque nada llena más el
corazón del ser humano, que la verdad del Dios que por amor asume la condición
humana para regalarnos ser hijos y coherederos de la vida eterna.
Este primer domingo de la
Navidad, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia, porque contemplamos esta
verdad de nuestra fe cristiana: Cristo,
al asumir la condición humana, asume también la vida de la familia.
Es decir, que el Verbo hecho
carne, asume también la vida familiar como el camino natural de la vivencia del
ser humano. Es en la familia, donde Él
será cuidado, protegido, alimentado; donde será educado, donde aprenderá a
hablar y a caminar. Será en la familia
donde aprenderá un oficio y se le guiará en el camino de la fe.
Las lecturas que se proponen en
esta fiesta, dejan ver la importancia de la vida familiar para la educación de
los hijos, tanto educación formal como educación en la fe.
La familia de Ana, Elcaná y
Samuel, es presentada, en la primera lectura, como una familia de fe, que
cumple con las prescripciones de la ley de peregrinar a los lugares sagrados y
de ofrecer sacrificios a Dios. Asimismo,
muestra la presentación y consagración de Samuel, que es dejado en el templo
para el servicio de Dios junto al sacerdote Elí.
El evangelio presenta a la
familia de Nazareth, que también es una familia cumplidora de los preceptos
religiosos, que participan de la peregrinación anual a Jerusalén como familia,
aunque fuera obligatorio únicamente para José, ya que María por su condición de
mujer y Jesús por su edad no tenían obligación de asistir. Nos enseñaba el recordado papa Benedicto XVI
«en su cultura concreta, seguro que aprendió de sus padres las oraciones,
el amor al templo y a las instituciones de Israel. Así pues, podemos afirmar
que la decisión de Jesús de quedarse en el templo era fruto sobre todo de su
íntima relación con el Padre, pero también de la educación recibida de María y
de José» (27.12.2009).
Además de la educación en la fe,
Jesús es educado en la obediencia a sus padres y aunque Jesús indica con
claridad que está ocupándose de las cosas
de su Padre, regresa con María y José y se sujeta a su autoridad.
Estos relatos bíblicos que se nos
regalan en esta fiesta de la Sagrada Familia manifiestan la importancia que
Dios da a la institución familiar para el crecimiento integral de sus miembros,
tanto que ha querido que su Hijo Único, formara parte de una familia y de esta
forma fuera cuidado, protegido y educado en el seno familiar.
Por esto, la fiesta de la Sagrada
Familia nos hace volver la mirada a nuestras propias familias, todas
imperfectas y con necesidad de conversión; pero que son el ámbito privilegiado
para crecer integralmente en las virtudes cristianas de la fe, de la esperanza
y del amor. En el compartir, en medio de
nuestras diferencias, en la ayuda mutua, en el aprender unos de otros, en el
reír juntos y llorar juntos, vamos peregrinando por este mundo construyendo
comunidad, colaborando en la instauración del Reino, aprendiendo a ser
solidarios y a vivir el amor, todo esto en el seno del núcleo familiar, para
ser luego fermento en la Iglesia y en la sociedad en general.
Así lo manifestaba también el
papa Francisco al enseñarnos que «cada
día, en la familia, hay que aprender a escucharnos y comprendernos, a caminar
juntos, a afrontar los conflictos y las dificultades. Es el reto diario, y se
gana con la actitud adecuada, con pequeñas atenciones, con gestos sencillos,
cuidando los detalles de nuestras relaciones. Y también esto, nos ayuda mucho
hablar en familia, hablar en la mesa, el diálogo entre padres e hijos, el
diálogo entre hermanos» (26.12.2021).
No descuidemos la institución de
la familia, no descuidemos la vida de la fe en la familia, no descuidemos la
educación integral de los más jóvenes ni el cuidado solidario de los adultos
mayores, solamente así estaremos custodiando la vida de cada hermano y
contribuiremos a que nuestras sociedades sean más justas y solidarias.
¡Feliz Navidad, que el Niño de Belén los bendiga!