Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Como
cada año, este último domingo del año litúrgico, celebramos como Iglesia la
solemnidad de Jesucristo Rey del universo.
En
el ciclo litúrgico vivido este año el evangelio de San Marcos ha dirigido
nuestra reflexión dominical y nos ha dejado claro que ser discípulo significa
seguir a Cristo, escucharlo y hacer su voluntad, insistiendo en que este
seguimiento pasa por la cruz y por el sufrimiento, porque éste ha sido el
camino del Mesías.
Cuando
la Palabra de Dios de este último domingo del año litúrgico nos propone volver
la mirada al reinado de Cristo, las lecturas proclamadas enfatizan,
precisamente, la figura de la cruz como el trono de gloria desde el cual
Cristo, el Hijo del hombre, ejerce su reinado.
El
profeta Daniel, en el texto de la primera lectura, narra que en medio de la
situación dolorosa que significa la invasión helénica a la Tierra Prometida y
la abominación de la desolación representada
en la profanación del templo de Jerusalén y por la matanza de los judíos que no
adoraron a los dioses paganos y no comieron alimentos impuros, YHWH ha
anunciado la llegada del hijo de hombre,
que viene sobre las nubes del cielo, signo de la divinidad, el cual tiene
soberanía sobre todos los pueblos y todos los reinos. Su poder será eterno y triunfará sobre los
que en aquel momento histórico estaban haciendo sufrir al pueblo elegido.
Este
pasaje, de la literatura apocalíptica del Antiguo Testamento, nos llena de
esperanza, porque asegura que en medio del sufrimiento, de la persecución y de
la muerte, siempre ha de brillar el reinado y la soberanía de Dios que nunca
abandona a su pueblo.
Del
mismo modo, llena de esperanza el pasaje del libro del Apocalipsis que se
proclama en la segunda lectura. En este
relato, el hijo de hombre tiene un
nombre: Jesucristo. Él viene entre las nubes del cielo mostrando,
entre el esplendor de su gloria, los signos de la cruz, ya que es presentado
como aquel que traspasaron y cuya sangre purifica.
El que es, el que era y el que ha de venir,
es el todopoderoso que nos amó, nos purificó y nos hizo participar de su reino.
Este
pasaje, que llenó de esperanza a la primitiva Iglesia, perseguida por el
imperio romano, hoy sigue llenándonos de esperanza a todos nosotros que en
medio de los sufrimientos y las cruces de cada día, tenemos la seguridad de que
nuestra meta es participar del reino prometido e instaurado por Jesucristo con
su cruz, muerte y resurrección.
Precisamente,
San Juan, en el evangelio proclamado, con toda evidencia enseña que la cruz de
Cristo es el trono donde él ejerce su reinado.
Ante
el interrogatorio de Pilato, que culminará con la condena a muerte, Jesús manifiesta
con total claridad que él es rey, pero que su reinado no es de este mundo. Este rey no tiene poder humano, no tiene un
ejército que lo defienda sino que es desde la cruz que él ejercerá su poder,
que consiste en amar hasta el extremo a
la humanidad, dando su propia vida para darnos la verdadera vida. Su reinado, por tanto, se caracteriza por el
amor, por la entrega y por el servicio.
A
este respecto, el papa Francisco nos da una hermosa catequesis: «El hecho es que la
realeza de Jesús es muy diferente de la mundana. «Mi reino ?dice a Pilato? no
es de este mundo» (Jn. 18,36).
Él no viene para dominar, sino para servir. No llega con los signos de poder,
sino con el poder de los signos. No se ha revestido de insignias valiosas, sino
que está desnudo en la cruz. Y es precisamente en la inscripción puesta en la
cruz que Jesús es definido como "rey" (cf. Jn. 19,19). ¡Su realeza está realmente más allá de los
parámetros humanos! Podríamos decir que no
es rey como los otros, sino
que es Rey para los otros».
(21.11.2021).
Este domingo en que la Iglesia
celebra el reinado de Jesucristo, quienes celebramos, reconocemos y proclamamos
a Jesús como nuestro Rey, estamos llamados a asumir toda la enseñanza sobre el
discipulado que nos ha dado la palabra de Dios este año litúrgico. Seguimos a Cristo que es Rey, porque se
entrega en el trono de la cruz, es Rey porque no ha venido a ser servido sino a
servir, es Rey porque ama, perdona y es compasivo y misericordioso con cada
persona humana.
Y este reinado debe seguir
viviéndose, instaurándose y extendiéndose por medio de quienes nos decimos
discípulos, asumiendo el llamado de Jesús, de tomar la cruz y seguirlo; amando,
entregándonos, sirviendo con radicalidad, haciendo su voluntad y dejando toda
humana pretensión de poder o grandeza.
Esto, que humanamente es morir a nosotros mismos, como lo hizo Jesús,
nos dará la verdadera felicidad en este mundo y la plenitud de la gloria al
compartir el reinado de Jesucristo.