Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
A
lo largo del Año Litúrgico, hemos celebrado como Iglesia la encarnación,
vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. No hablamos, simplemente, de una sucesión de
celebraciones; sino de un espacio sagrado donde Dios nos invita a sumergirnos
en el misterio de Cristo. Hemos contemplado su humanidad y divinidad, su
compasión y cercanía, su sacrificio y triunfo para proclamar con fe el Reinado
de Jesús en nuestra vida.
Como nos enseña el papa Francisco: "La mejor prueba de que Cristo es nuestro rey es el desapego de lo que contamina la vida, haciéndola ambigua, opaca, triste...Cierto, debemos lidiar siempre con los límites y los defectos: todos somos pecadores. Pero cuando se vive bajo el señorío de Jesús, uno no se vuelve corrupto, no se vuelve falso, con la inclinación a cubrir la verdad".
Recordemos
que, desde la celebración de la Pascua, confesamos con el Cirio Pascual
de frente, que Cristo es el principio y el final. Este símbolo no es solo un
ritual, sino una profunda afirmación de que Cristo es el origen y el destino de
todo. Reconocer a Cristo como Alfa y Omega significa entender que nuestra
existencia está enmarcada dentro del plan divino. No hay fragmentos aislados de
nuestra vida que estén fuera de su conocimiento o amor. Él es el Señor del
tiempo, y esto nos ofrece una perspectiva transformadora: nuestra historia no
es un caos descontrolado, sino una trama tejida por manos amorosas y sabias.
Aceptar
que el tiempo es de Dios tiene consecuencias profundas en nuestra vida. En
primer lugar, nos recuerda que nuestra existencia se desarrolla bajo la mirada
atenta y amorosa de Dios. Cada acontecimiento, desde los momentos de júbilo
hasta los de prueba, se inscribe en un tiempo que Él conoce y en el que actúa
con misericordia.
Saber
que el tiempo es de Dios también nos invita a vivir cada momento con gratitud.
No es un mero pasar de días; es una oportunidad constante para acoger su
voluntad y acercarnos más a Él. Cada segundo tiene un propósito, y vivir con
esta convicción transforma nuestra relación con el tiempo: ya no es un enemigo
del que huimos, sino un don divino que recibimos con esperanza.
Vivir
bajo la certeza de que el tiempo pertenece a Dios redefine nuestras
prioridades. Lo efímero pierde su dominio, y lo eterno cobra mayor relevancia.
La vida espiritual y la búsqueda de la santidad dejan de ser aspiraciones
lejanas y se convierten en urgencias cotidianas. Además, vivir con esta certeza
nos capacita para enfrentar las dificultades con esperanza. Cuando comprendemos
que todo ocurre bajo el cuidado de un Dios de amor, podemos encontrar consuelo
en que no hay nada sin propósito. Cada prueba, cada espera, es parte de un
proceso divino que nos lleva hacia un bien mayor.
Al
llegar al final de un año litúrgico, es natural hacer un balance y reconocer
que, tal vez, no aprovechamos al máximo las oportunidades de crecimiento
espiritual y de contemplación del misterio de Cristo, esto a nivel personal y
comunitario. Las prisas de la vida cotidiana, las distracciones y nuestras
propias debilidades pueden habernos apartado del camino. No podemos olvidar que
el tiempo es de Dios y debemos administrarlo conforme a su proyecto. La belleza
de la fe cristiana radica en que en Dios siempre hay un nuevo comienzo, y el
Adviento es la oportunidad perfecta para redescubrir esto.
Demos gracias a Dios por el año litúrgico que termina, por cada momento en el que nos permitió contemplar el misterio de su Hijo y por las lecciones que, aun en nuestra fragilidad, hemos aprendido y pidamos que abra nuestro corazón al nuevo tiempo que comienza, pidiendo la gracia de ser mejores discípulos, de vivir con más amor, fe y entrega a su voluntad. Hagámoslo gozosamente, vivir la fe nunca puede concebirse como una carga que se tiene que soportar.