Mons. Javier Román, obispo de la Diócesis de Limón y presidente de la Conferencia Episcopal de Costa Rica (CECOR)
Imaginemos, por un momento, que un grupo de diputados propusiera intervenir en los planes de estudio de las universidades públicas, imponiendo qué carreras, contenidos o ideologías deben enseñarse y prohibiendo aquellas materias y profesores que no se alineen con su visión ideológica o política. Esto sería un flagrante atropello a la libertad de cátedra, un principio que garantiza a los académicos la independencia de enseñanza y de investigación. En efecto, la libertad de cátedra es el pilar esencial que protege el derecho a enseñar sin ataduras ideológicas y a formar ciudadanos críticos, capaces de pensar por sí mismos y cuestionar el mundo que los rodea. En una sociedad democrática como la nuestra, sería inconcebible que algunos legisladores, por desinformación, incurrieran en semejante falta.
Si bien las instituciones universitarias, en virtud de su autonomía, tienen el derecho de definir su orientación académica y establecer sus propias normas internas, ¿por qué cuesta tanto entender que la Iglesia, como institución social que es, también posee una normativa propia, que, a la luz de libertad religiosa y el respeto a las creencias más profundas de cada persona, debe ser custodiada por el mismo Estado?
Al igual que ocurre en el ámbito académico, la autonomía de la Iglesia, obviamente dentro del marco de la ley, le permite actuar de acuerdo con su fe y doctrina, sin que éstas se vean comprometidas por imposiciones políticas que puedan alterar su identidad fundamental.
El sigilo sacramental, por ejemplo, es una práctica fundamental y específica dentro de la Iglesia Católica, que protege la privacidad y la libertad de conciencia de los fieles.
Por eso, cualquier intento de violarlo representa un grave atentado a la libertad religiosa, ya que implica una intervención inaceptable en los principios esenciales de la fe.
Es igualmente grave que para
avanzar en semejante ataque se presente el noble argumento de la protección de
los menores, un área en la que la Iglesia está profundamente comprometida y
trabaja activamente para prevenir cualquier perjuicio.
Lo afirmamos categóricamente: el
respeto al sigilo no es incompatible con el compromiso de la Iglesia con la
seguridad y bienestar de los niños.
Exigir que se rompa el sigilo sacramental no solo es injustificado e inatenente a la lucha contra los abusos, sino que también es incompatible con el respeto a los derechos humanos fundamentales.
Como han fundamentado ampliamente
reconocidos juristas, un despropósito de este tamaño no soporta el más mínimo
análisis de constitucionalidad, entonces, ¿cuál es el verdadero interés tras de
una propuesta de este tipo?
En medio de esta discusión, se ha utilizado el falso argumento de que el sigilo sacramental debería ser considerado simplemente como un "secreto profesional", equiparándolo con otros secretos de carácter confidencial en diversas profesiones.
Pero el sigilo no es un acuerdo profesional ni una obligación legal. La estricta confidencialidad que rodea a la confesión no se trata solo de un secreto entre individuos, sino de un acto de fe que se sitúa en el ámbito espiritual, en el que el sacerdote actúa como instrumento de la gracia de Dios, no como un simple confidente profesional.
Siendo que algunos señores diputados son plenamente conscientes de la inviabilidad de una ley que pretenda modificar el sigilo sacramental, aprovechan la polémica para presentar a la Iglesia como una instancia que obstaculiza la protección de menores, ignorando pasmosamente los argumentos de fondo. Esta postura refleja una visión claramente populista que busca generar favorecer intereses inmediatos, sin tener en cuenta los principios fundamentales que guían a la Iglesia.
La Iglesia Católica es, en este
momento, como casi ninguna otra, una institución comprometida con los más
vulnerables y no permitirá que su misión sea distorsionada o manipulada para
fines ajenos a la verdad.
La libertad religiosa no es un privilegio a merced de manipulaciones políticas de dudosa intención, es un derecho fundamental que debe ser respetado en cualquier sociedad libre y pluralista, que rechace las imposiciones y los autoritarismos.
No hay verdadera paz ni justicia cuando se intenta imponer una ideología sobre las conciencias y convicciones sagradas de las personas.