Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
En la narración del evangelio de
este domingo XXXI del tiempo ordinario, se presenta a Jesús que ha culminado su
camino y ha llegado ya a la ciudad santa de Jerusalén, donde cumplirá su misión
de salvar a la humanidad.
San Marcos relata que Jesús, una
vez que ha llegado a esta ciudad, tendrá
distintos encuentros con fariseos, escribas y maestros de la ley que
generalmente le hacen preguntas para
ponerlo a prueba y poder acusarlo ante las autoridades y pedir su muerte.
El último de estos encuentros es
el que nos presenta la liturgia de la palabra este domingo.
Un escriba hace una consulta a
Jesús: ¿Cuál es el primero de todos los
mandamientos? El modo de preguntar del
escriba y el trasfondo de la pregunta parecen ser sinceras y que éste no busca
hacer ningún daño a Cristo, sino que realmente desea una respuesta por parte
del Maestro y conocer la opinión de Jesús sobre este tema en particular.
Porque ante los 248 mandamientos
y las 365 prohibiciones que presentaba la ley de Moisés, los estudiosos de la
Escritura constantemente se preguntaban cuál era la norma más importante y
existía una discusión entre escribas, fariseos y maestros de la ley al respecto.
La respuesta de Jesús une dos
textos del antiguo testamento, el primero del libro del Deuteronomio,
precisamente el texto que se proclama como primera lectura este domingo: amar a Dios con todo el corazón, con toda el
alma y con todas las fuerzas y el segundo, un texto del libro del levítico:
amar
al prójimo como a ti mismo. Estos
dos textos inician con el verbo amar
y Jesús los une y los presenta como la ley sobre la cual no habrá ningún mandamiento mayor.
El texto del libro del
Deuteronomio, que se ha proclamado en la primera lectura, narra que YHWH por
medio de Moisés ha indicado que el cumplimiento de los mandamientos será el
modo como el ser humano alcanzará el anhelo más profundo de su corazón: la felicidad.
Porque la promesa del Señor a quien cumpla sus mandamientos es que esta
persona será dichosa, manifestada esta felicidad en la prole y la salud.
Los últimos domingos hemos visto
que ese anhelo de felicidad ha estado siempre presente en el ser humano, Jesús
al manifestar que para seguirlo era necesario pasar por la Cruz, encontró
rechazo por parte de Pedro y del resto de los apóstoles que más bien pensaban
en quién era el más importante y quiénes ocuparían los primeros puestos,
creyendo que la cruz es contraria a la felicidad. Asimismo, el joven rico se acerca a Jesús
preguntando el modo de alcanzar la dicha plena y el ciego Bartimeo se acerca a
Jesús buscando la salud.
Por esto, si la búsqueda
constante del ser humano es una dicha que inunde su corazón, hoy Jesús responde
que esa verdadera felicidad consiste en amar y que el anhelo de gozo se
alcanzará al amar a Dios con todo el ser y al amar al prójimo como a nosotros
mismos.
De este modo, el mandamiento del
amor, a Dios y a los hermanos, que hoy Jesús manifiesta que es el primero y más
importante de todos los mandamientos, no es solamente el distintivo del
discípulo de Cristo sino también lo que colme nuestro anhelo de felicidad.
Es muy simbólico que esto se dé
al llegar Jesús a Jerusalén, poco antes del acontecimiento pascual, porque de
este modo Él mismo nos enseña cómo se debe amar, porque él vive el mandamiento
del amor a plenitud precisamente en el acontecimiento de la cruz: Cristo ama al Padre con todo su ser, tanto
que cumple a la perfección la misión que le encomienda, y ama hasta al extremo
al ser humano -de quien se hizo prójimo- dando su vida por nuestra salvación.
¿Cómo amar al estilo de Jesús si
nuestras fuerzas son tan limitadas?
Jesús nos ha dicho, permanezcan en
mí (Jn. 15, 4). Por tanto, para amar
como Jesús, debemos permanecer en Él y dejarnos amar por él. Sólo con la fuerza del amor de Dios será
posible vivir el amor con la radicalidad que nos pide Jesús.
Al respecto nos ha enseñado el papa
Benedicto XVI: «Antes que un mandato - el
amor no es un mandato- es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar,
de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y
desarrollarse en nuestra vida. Si el
amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar
también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros.
[...] Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de
Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se
queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las
esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención
gratuita; en una palabra: de amor» (04.11.2012).
Que Dios nos dé la gracia de permanecer en su amor y que este amor germine en nosotros y eche raíces profundas
en nosotros, de esta forma, como verdaderos discípulos, con el corazón
pleno de felicidad, seamos testimonio del amor de Dios en medio de los
hermanos.