Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
El
mes de las misiones evoca imágenes conmovedoras de hermanos que, con valentía y
amor, viajan a tierras lejanas para llevar el mensaje del Evangelio a culturas
y pueblos distantes. Esta noble tarea, llena de sacrificio y esperanza, merece
toda nuestra admiración, apoyo y fervientes oraciones.
Sin
embargo, la misión siempre amplía su alcance. A
medida que el mundo cambia, surgen nuevas necesidades y contextos en los que el
mensaje cristiano se hace relevante. Ya no se trata únicamente de un esfuerzo
dirigido a geografías remotas, sino de una misión que incluso debe realizarse
en los entornos más cercanos y cotidianos.
La familia, núcleo fundamental de la sociedad, es también el lugar primario donde se viven y transmiten los valores del Evangelio. En este sentido, la familia está llamada a ser una comunidad misionera por excelencia. Esto no nos hace ignorar, como nos recuerda el Papa Francisco, "que en las últimas décadas se ha producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades de fe".
Llevar el mensaje de Cristo al hogar y hacerlo
vida en el día a día es un acto misionero de gran impacto. La familia es el
primer campo de misión para cada cristiano, y es en este espacio donde las
enseñanzas de Cristo pueden ser vividas y transmitidas de manera más auténtica
y cercana. La familia es el lugar donde se enseña y se aprende a amar, donde se
cultivan las virtudes y donde se vive la fe de manera concreta. La misión
familiar implica, por lo tanto, además de la enseñanza de doctrina, también la
vivencia y el testimonio del amor cristiano en la vida diaria.
Uno
de los roles primordiales de la familia en la misión es ser una escuela de fe.
Los padres, como primeros educadores, tienen la responsabilidad de transmitir
la fe a sus hijos no solo a través de palabras, sino sobre todo con el ejemplo
de una vida cristiana auténtica. Además,
la familia es una escuela de amor, donde se aprenden las virtudes fundamentales
del Evangelio: el perdón, la paciencia, la caridad y la compasión. La oración en familia, la lectura de la Biblia
y la participación en los sacramentos son formas concretas de vivir la misión
dentro del hogar. Se trata de fomentar ese seguimiento cercano, amoroso y
comprometido de Jesús.
Aunque
no todos los miembros de la familia puedan comprometerse con la misión de
inmediato, se puede iniciar con pequeños pasos. Estableciendo metas alcanzables
y celebrando cada logro, se puede inspirar a más personas dentro del hogar a
unirse a esta causa. Una familia misionera es aquella que ha aceptado el
llamado de ser luz y sal en
su entorno. Para lograrlo, todos deben esforzarse por vivir los valores del
Evangelio en su vida diaria, reflejando a Cristo a través de sus acciones,
palabras y decisiones. Con el tiempo, estos esfuerzos individuales pueden
transformar el hogar en un verdadero campo de misión. Como fruto de esta
experiencia se tendrá también, la unión familiar, desechando todo tipo de
confrontaciones.
En
un mundo donde los antivalores como la indiferencia, la violencia y el
materialismo amenazan con desintegrar el tejido de nuestras familias, Cristo no
solo ofrece un modelo de amor incondicional y perdón, sino que también infunde
en nuestros corazones la capacidad de sanar heridas profundas y construir lazos
sólidos y genuinos.
En este mes de las misiones quiero animarlos para que, con Cristo como centro de nuestras vidas, las familias encuentran no solo la fuerza para superar los desafíos, sino también la alegría y la paz que provienen de experimentar una vida familiar plena y significativa.