Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
La
misión de la Iglesia nunca ha sido sencilla, y en tiempos de crisis, los
desafíos se multiplican. En Costa Rica, un país tradicionalmente símbolo de estabilidad
y paz, hemos experimentado un giro inesperado en la vida cotidiana: La
violencia ha dejado de ser un fenómeno aislado, para hacerse presente en
comunidades que antes se consideraban seguras. La corrupción ha socavado la
confianza del pueblo, y las divisiones sociales se han agudizado, profundizando
la brecha entre ricos y pobres como triste realidad a la que no podemos ser
indiferentes, contra la que hay que luchar.
Quizás,
el fenómeno más peligroso sea la apatía generalizada, presente en gran parte de
la población ante los problemas nacionales. La desidia se convierte en una
forma de escape, perpetuando la inacción y dejando un vacío de liderazgo moral
y social.
Es
en este contexto en el que la misión de evangelizar adquiere una nueva
urgencia, sobre todo en las ciudades donde los desafíos propios de la vida
moderna complican aún más la transmisión de la fe. En este escenario todos,
pero en particular los fieles laicos, enfrentan el reto de ser portadores de
esperanza y justicia en medio del caos.
Como
Iglesia debemos ser agente de cambio positivo al abogar por la justicia, la
solidaridad y el amor al prójimo y es, precisamente, en medio de estas
dificultades donde se experimentan las mayores recompensas de la misión: el
crecimiento personal y la satisfacción de ver cómo el Evangelio transforma
vidas.
Tenemos
claro que la tarea de evangelizar no corresponde solo a los sacerdotes o consagrados
que parten a tierras lejanas. Los laicos en medio del mundo tienen la
responsabilidad fundamental de ser "sal de la tierra" y "luz del mundo" (Mt 5,13-14).
Esto es especialmente cierto en tiempos de crisis, cuando los fieles laicos son
llamados a ser artesanos de paz y testigos de esperanza en sus familias,
comunidades y trabajos.
Misionar
no significa simplemente hablar del Evangelio, sino vivirlo. En una sociedad
herida, las acciones cotidianas de compasión, honestidad y perdón son los actos
más poderosos de evangelización. La misión comienza en casa, en cómo tratamos a
los demás y cómo integramos los valores cristianos en nuestras decisiones
diarias.
Por
tanto, ser testigo del Evangelio implica también el coraje de denunciar las
injusticias que perpetúan el sufrimiento. Los cristianos no podemos ser
indiferentes ante la corrupción, la violencia y el maltrato de los más
vulnerables. Como parte de su misión, los laicos están llamados a alzar su voz
en defensa de la dignidad humana y el bien común, denunciando cualquier forma
de opresión o abuso. Este aspecto profético de la misión es crucial para ser
constructores en el Reino de Dios.
Existe
el peligro de perder de vista que el Evangelio tiene el poder de cambiar no
solo individuos, sino sociedades enteras. En medio de la desesperanza y el
caos, el mensaje de Cristo es la fuerza renovadora. La misión de la Iglesia no
es solo una respuesta a la crisis actual, sino cultivar la esperanza sembrando
las semillas de un futuro lleno de amor y justicia. Los cristianos hemos de
gritar con auténtica convicción que Dios sigue actuando en el mundo.
Nuestra
misión comienza aquí, en las calles de nuestras ciudades y comunidades más afectadas.
Que este momento de crisis sea una oportunidad para renovar nuestro compromiso
con el Señor, y ser testigos auténticos de la justicia y el amor de Dios en
medio de los sufrientes, en medio de las dificultades que enfrenta nuestra
sociedad.
Señor,
danos la fortaleza de ser misioneros valientes, dispuestos a llevar su mensaje
de amor y esperanza a aquellos que más lo necesitan. Que cada uno de nosotros
sea un testigo auténtico de tu luz en medio de la oscuridad, un instrumento de
paz en tiempos de conflicto. Que nuestras palabras y acciones reflejen tu amor
incondicional, y que, al compartir el Evangelio, seamos agentes de cambio en
nuestras comunidades.