Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Hace algunos domingos, el
evangelio de San Marcos nos presentaba a Jesús que hablaba con sus discípulos y
les indicaba que su misión como Mesías implicaba pasar por la pasión y la
muerte de cruz.
Este anuncio de la pasión, que
Jesús hace en tres ocasiones, tiene como objetivo dejar claro que la verdadera
misión del Mesías no es el triunfo meramente humano que le daría características
similares a las de los jefes de este
mundo, sino que esta misión es la del siervo
doliente de YHWH explicada por el profeta Isaías en la primera lectura, es
decir el siervo debe ser triturado
con el sufrimiento, su vida debe ser entregada como expiación, pero las fatigas de su alma y sus sufrimientos
justifican a muchos porque él carga con los crímenes de todos.
Esta misión del Mesías, que el
mismo Cristo ha anunciado y que es su entrega como siervo doliente, no fue comprendida por sus discípulos y el
evangelio de este domingo vuelve a poner en evidencia esta situación.
Los hijos de Zebedeo, Santiago y
Juan, piden a Jesús estar sentados en los puestos principales una vez que la
gloria del Mesías sea patente, creyendo equivocadamente que esa gloria tiene
que ver con poder humano y con posiciones de privilegio. Esta situación indigna a los otros apóstoles,
posiblemente porque ellos también hubiesen querido ocupar alguno de estos
puestos de preeminencia.
Ante esto, para dejar claro una
vez más lo que significa seguirlo, Jesús enseñará que ser discípulo implica
hacer su mismo camino, es decir hacer el itinerario que pasa por la prueba, por
el sufrimiento y por la cruz. Y que en
la vivencia de la fe, no se deben buscar las prerrogativas de los jefes de este mundo, sino que se
debe ser el servidor de todos, imitándolo a Él, que no ha venido a ser servido sino a servir.
Este domingo, Jesús vuelve a
decirnos con claridad, que el discípulo no puede hacer un camino diferente al
del Maestro, por lo tanto, el camino del cristiano, para que éste sea un
auténtico, debe pasar por la cruz y por el servicio al prójimo, dejando de lado
toda pretensión de fama, poder o puestos de importancia. Tal y como lo hizo
Jesucristo, que pasó por nuestras mismas pruebas y sufrimientos, para ser ese
Sumo y Eterno Sacerdote, que presenta al Padre el sacrificio de su misma vida
para dar salvación a todo el género humano, tal y como nos lo ha recordado la
Carta a los Hebreos en la segunda lectura
Por tanto, esa radicalidad con la
que Cristo ha venido a servir debe ser el modo en que todo cristiano está
llamado a vivir.
Por esto, nuestra vida como
cristianos, independientemente de la vocación o ministerio que ejerzamos,
siempre debe ser un servicio al hermano, sin pretensiones de grandeza o
sintiéndonos superiores a los demás, todos debemos estar dispuestos a servir a
los hermanos, incluso con la propia vida, si esto fuera necesario, tal y como
lo hizo Jesucristo.
Así nos enseña el papa Francisco
al decirnos: «¿Pero qué hay que hacer para
ponerse en la misma dirección que Jesús, para pasar del emerger al sumergirse,
de la mentalidad del prestigio, esa mundana, a la del servicio, la cristiana?
Requiere compromiso, pero no es suficiente. Solos es difícil, por no decir
imposible, pero tenemos dentro una fuerza que nos ayuda. Es la del Bautismo, de
esa inmersión en Jesús que
todos nosotros hemos recibido por gracia y que nos dirige, nos impulsa a
seguirlo, a no buscar nuestro interés sino a ponernos al servicio. Es una
gracia, es un fuego que el Espíritu ha encendido en nosotros y que debe ser
alimentado. Pidamos hoy al Espíritu Santo que renueve en nosotros la gracia del
Bautismo, la inmersión en Jesús, en su forma de ser, para ser más servidores,
para ser siervos como Él ha sido con nosotros» (17.10.2021).
Por tanto, nuestra vida inmersa
en la de Cristo, no significa esconder los carismas o las virtudes que el Señor
pone en nuestra vida por medio de su Espíritu (esto tampoco sería correcto),
sino que esas virtudes y esos carismas serán para servir a Dios y a los
hermanos, pero nunca para querer sobresalir, para vanagloriarnos o para
pretender puestos de privilegio que nos alejen de los hermanos o de la vida
comunitaria.
Por tanto, trabajemos por
configurarnos cada vez más a Cristo, con la oración y con la vida sacramental,
para que, con la gracia bautismal alimentada con los dones del Espíritu,
podamos recorrer el camino que Él mismo nos ha trazado, que pasa por la cruz,
por el servicio al hermano y que llega a la vida eterna.