Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
La constante llamada de Cristo a
la vivencia radical de los valores del Reino, que nos ha presentado san Marcos
durante este año litúrgico, hace que temas fuertemente arraigados en la
vivencia de quienes escuchan y siguen a Jesús e incluso de quienes están más
cerca como los apóstoles se vean puestos en entredicho.
El domingo anterior se trató de
la institución del divorcio, arraigada y aprobada en el pueblo judío desde
tiempos de Moisés y que Jesús indica con fuerza que no puede considerarse
válida, porque el divorcio nunca ha sido del querer de Dios y ha creado al
hombre y a la mujer para la vivencia del amor y ayuda mutua, en unidad e
indisolubilidad.
Este domingo, se nos habla de los
bienes materiales, considerados por el pueblo judío como bendición de Dios y consecuentemente
se consideraba la pobreza como castigo por algún pecado cometido fuera por la
misma persona que estaba en condición de pobreza o por alguno de sus
antepasados.
Jesús en el relato evangélico a
partir de la pregunta de uno que le
pregunta cómo alcanzar la vida eterna, hace una reflexión sobre los bienes
materiales y sobre la verdadera riqueza a la que debe aspirar el ser humano,
cambiando por completo el paradigma sobre este tema que tenían los creyentes de
aquella época.
Cristo indica que para alcanzar
la vida eterna, el hombre que ha hecho la pregunta, debe vender todos sus
bienes, dar el dinero a los pobres y seguirlo, a lo que éste se fue
entristecido porque tenía muchos bienes.
A partir de esto Jesús indica que a los ricos les será muy difícil
entrar al Reino de Dios. Esta frase
llena de confusión a quienes lo escuchan, incluso a los apóstoles, precisamente
porque se tenía la concepción de que la riqueza era signo de la bendición de
Dios.
Esta afirmación de Jesús es
posible entenderla a partir del texto del libro de la Sabiduría que presenta en
la primera lectura: la verdadera riqueza
es el espíritu de sabiduría, que en el contexto del antiguo testamento, hace
referencia a la Palabra de Dios que guía la vida del creyente y que lo impulsa
a cumplir con los mandamientos. Esta
sabiduría estará por encima de cualquier bien material y humano (riquezas, oro,
plata, belleza e incluso salud).
Todavía más iluminadora es la
segunda lectura, ya que hace referencia a la Palabra de Dios, que es viva y
eficaz y que tiene características de una persona que incluso tiene el poder de
descubrir la intimidad del ser humano.
Claramente, la Carta a los Hebreos está hablando de Jesucristo, quien es
la Palabra hecha carne y la verdadera Sabiduría.
Por tanto, Jesucristo es la
verdadera riqueza a la que el ser humano debe aspirar y por quien se debe dejar
todo. Es en la persona de Jesucristo
donde se logrará experimentar y encontrar toda la felicidad y todo el bien que
el ser humano busca y anhela.
De este modo se nos recuerda este
domingo, que ningún bien de este mundo es permanente y por tanto no puede
llenar el anhelo de felicidad que tiene el corazón humano. La salud, la riqueza o cualquier otro bien,
son pasajeros y por esto no puede ponerse ni la vida ni la felicidad a depender
de esto.
Jesús, conoce perfectamente el
corazón del ser humano, incluso mejor que nosotros mismos, por eso nos llama a
trascender y a poner nuestra vida, nuestra confianza, nuestra esperanza y
nuestro anhelo de felicidad en sus manos y a dejar todo aquello que es pasajero
en segundo plano. Jesús no hace una
valoración moral de los bienes, de la riqueza o de las personas adineradas,
pero sí está indicando que mientras el corazón de la persona humana esté puesto
en estos bienes pasajeros, nunca hallará la verdadera felicidad, nunca podrá
centrarse en lo que realmente es necesario y por eso será muy difícil su
peregrinaje al Reino de los cielos, porque se estará buscando, lo que
únicamente puede dar Dios, en el lugar equivocado.
Por esto el papa Francisco nos
exhorta: «Pidamos la gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar
riquezas, dejar nostalgias de puestos y poder, dejar estructuras que ya no son
adecuadas para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión,
los lazos que nos atan al mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor,
nuestra vida y nuestra Iglesia se enferman de "autocomplacencia egocéntrica" (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en cualquier placer pasajero, se
recluye en la murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de una vida
cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la tristeza de
sentirse imperfecto» (07.10.2018).
Cristo promete, al final de este
evangelio, que quien lo siga con esa radicalidad, obtendrá el ciento por uno de
lo que ha dejado y que obtendrá la vida eterna.
Pero también habla de persecución, lo que pareciera contradictorio: ¿por qué al optar por la felicidad verdadera
nos encontraríamos con lo contrario, es decir con la dificultad y el dolor de
la persecución?
La respuesta está precisamente en
que la auténtica felicidad, la verdadera realización personal, esa que cumple
todo el anhelo del corazón humano y que da el seguimiento a Jesucristo, no la
podrán disminuir nunca ni las persecuciones ni ningún otro problema, mucho
menos cuando tenemos clara la segunda parte de la promesa, es decir la vida
eterna, donde ya el mal no existirá.
Que el Señor nos dé la gracia de
ser capaces de desprendernos de todo aquello que nos aleja de Él. Que podamos poner toda nuestra vida en sus
manos para que nuestro anhelo de felicidad sea vea colmado, aún en medio de las
dificultades de la vida presente y un día lleguemos a la vida futura, donde esa
felicidad alcanzará la perfección.