Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
El evangelio de San Marcos que ha
acompañado nuestras celebraciones dominicales en este año litúrgico nos presentó a Jesús, al iniciar su vida pública, llamando a 12
apóstoles, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar.
Pero antes de ese envío a la
misión, los discípulos han estado con Jesús, han escuchado su predicación, lo
han visto acercarse al que sufre apartando de ellos el mal, sea este mal una
enfermedad, un espíritu inmundo o la misma muerte.
El domingo anterior, el evangelio
nos narraba como Jesús también les permitió ver la incredulidad de sus
conciudadanos y les advirtió que «nadie
es profeta en su propia tierra».
Luego de este tiempo de estar con
Jesús y de hacer la experiencia de observar y aprender el modo en que Él actúa,
los apóstoles son enviados a la misión.
Cristo les da la potestad de actuar con sus mismas prerrogativas, es
decir predicar la conversión, expulsar demonios y sanar a los enfermos. Precisamente las tres acciones que San Marcos
nos ha presentado como los gestos con los cuales Jesús ha anunciado la cercanía
del Reino.
El apóstol, por tanto, tiene la
misión de ser presencia de Cristo ante aquellos a quienes es enviado, predicar
la misma palabra de Jesús y hacer las mismas acciones de Jesús.
Una misión compleja que implica
tener la humildad de la renuncia a sí mismo, a sus propias ideas, para hacer
aquello que ha pedido quien ha llamado, ha capacitado y ha enviado.
La solicitud que Cristo hace de
no llevar nada para el camino «ni pan, ni
mochila, ni dinero en el cinto», pretende que el apóstol no lleve nada que
le permita confiar en su capacidad, su fuerza o sus bienes y tenga que
experimentarse pequeño y necesitado de Dios.
El apóstol depende únicamente de Cristo, de su fortaleza, de su amor y
de su enseñanza. Y es a Cristo a quien
anuncia, haciendo lo mismo que él hace.
El apóstol no anuncia sus ideas,
sus palabras ni sus ideologías, anuncia únicamente la verdad de Jesucristo, no
actúa en nombre propio sino en nombre de Dios, haciendo las mismas acciones de
Jesucristo y haciendo presente su amor y su misericordia entre aquellos que más
están sufriendo.
La experiencia del apóstol debe
ser la experiencia del profeta. Amós, en
la primera lectura, se presenta consciente de su llamado, no es descendiente de
profeta, no es profeta de profesión o
de la cohorte real. Amós es pastor y agricultor y desde ese
oficio es llamado por Dios y por tanto predica lo que Dios le ha indicado,
aunque eso disguste al rey y a sus sacerdotes y provoque su expulsión de
Israel.
Jesús advierte esto también a los
apóstoles al decirles que, si la predicación es coherente, podrían no ser bien
recibidos y podrían no ser escuchados en algún pueblo o ciudad.
San Pablo en la carta a los
Efesios, en un hermoso himno cristológico, nos recuerda este domingo, que
nosotros fuimos elegidos en la persona de
Cristo para ser santos, para ser sus hijos, también nosotros fuimos marcados
por el Espíritu Santo prometido, después de creer y de escuchar la palabra de
la verdad. Por eso el papa Francisco
nos recuerda, comentando la liturgia de la palabra de este domingo que «Este
episodio evangélico se refiere también a nosotros [...] a todos los bautizados,
llamados a testimoniar, en los distintos ambientes de vida, el Evangelio de
Cristo» (15.07.2018).
Por tanto, San Pablo recuerda
nuestro llamado a ser apóstoles por el Espíritu recibido y por tanto enviados a
anunciar a Jesucristo... ser alabanza de su
gloria, con nuestra vida puesta en manos de Jesús, anunciando su palabra y
siendo presencia de su gloria, de su amor y de su misericordia.
Nuestras palabras y acciones
deben mostrar siempre las palabras y acciones de Cristo, es lo que hemos pedido
en la oración colecta: cumplir lo que
el nombre cristiano significa. Esto
será posible cuando, como los apóstoles, dejemos nuestras propias seguridades y
confiemos únicamente en el Señor que nos ha llamado desde el bautismo y nos ha
hecho sus hijos. Con humildad debemos reconocer
que somos necesitados de Dios, de su fuerza y de su gracia, para no actuar y
hablar según nuestras propias ideas, sino según las acciones y palabras del
mismo Cristo.
Esta fuerza y esta gracia la
encontramos en la oración, en la caridad y en la vida sacramental,
especialmente al acercarnos al alimento eucarístico, que es el cuerpo y la
sangre de Cristo que nos une y nos configura con Jesús, para ser presencia suya
en medio de los hermanos.