Mons. Daniel Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Los domingos anteriores el
evangelio de San Marcos ha narrado cómo Jesús ha realizado signos milagrosos,
específicamente nos ha mostrado a Jesús calmando la tempestad en el mar de
Galilea, sanando a la hemorroísa y resucitando a la hija de Jairo.
Todas estas acciones milagrosas,
como lo hemos dicho las semanas anteriores, y nos lo enseña el recordado papa
Benedicto XVI «no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios,
que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre» (08.07.2012).
Este domingo San Marcos nos
relata un hecho acontecido en Nazareth y que lleva a Jesús a pronunciar esa
frase conocida por todos «Nadie es
profeta en su propia tierra».
Los evangelios, narran cómo las
acciones milagrosas de Jesús, pronto se conocieron por todos los pueblos de
Judea y de Galilea, por lo que las noticias de los milagros realizados por
Jesús debían ser conocidas también en su pueblo natal, pero a los conciudadanos
de Cristo, el prejuicio no les permitía ver más allá de lo que habían conocido,
es decir que Jesús es el hijo de José, el carpintero y de María, y por tanto
cuestionaban: ¿de dónde tiene sabiduría
para predicar y de dónde el poder para hacer milagros?
La incredulidad de los conciudadanos
de Jesús es fruto de un corazón cerrado a la acción de Dios y que no les
permitió abrir los ojos a los hechos que realmente habían acontecido y tampoco abrir
los oídos a la escucha de la palabra del mismo Dios.
El profeta Ezequiel, en la
primera lectura, hace referencia a esto mismo, el pueblo elegido es un pueblo
rebelde que no escucha, que desobedece a Dios y que desconoce la presencia de
los profetas enviados por YHWH. Aún en
medio del sufrimiento del destierro en Babilonia, este pueblo es incapaz de
escuchar la palabra de Dios y desobedece su voluntad, pero eso no impide que el
Señor continuamente busque acercarse a su pueblo por medio de la predicación de
los profetas.
Tanto que «en la plenitud de los tiempos, Dios envía a su hijo» (Cfr. Gál. 4,
4), el cual, como lo ha narrado San Marcos, no tendrá una suerte distinta a la
de los profetas, ya que no sólo habrá incredulidad sobre quién es, sino que no será
aceptado como Hijo de Dios ni como Mesías e incluso será entregado a las
autoridades romanas, por sus mismos conciudadanos, para ser crucificado.
Esta incredulidad o falta de fe
provoca la ausencia de milagros en Nazareth, porque, como lo ha dicho el papa
Benedicto, los signos milagrosos se realizan donde se encuentre fe. Es decir, los milagros, son muestra del amor
de Dios, por tanto, no tienen como objetivo hacer nacer la fe del pueblo sino
provocar una experiencia de encuentro con el amor perfecto de Dios.
La actitud del pueblo elegido,
tanto con los profetas como con el mismo Cristo, debe ser referente para
quienes somos cristianos. Su modo de actuar
fácilmente puede ser reproducido en nuestra comunidad de bautizados, en la cual
corremos el riesgo de caer en tres errores:
·
Primero, buscar a
Dios únicamente por los milagros realizados y no por el más grande de los
milagros, su salvación dada gratuitamente con su muerte y resurrección. Esto es signo de que nos quedamos con el
milagro como si fuera muestra de poder y no como signo de su amor y de su
misericordia. A este respecto nos enseña
el papa Francisco: «es escandaloso que la inmensidad de Dios
se revele en la pequeñez de nuestra carne, que el Hijo de Dios sea el hijo del
carpintero, que la divinidad se esconda en la humanidad, que Dios habite en el
rostro, en las palabras, en los gestos de un simple hombre [...] nos gusta creer
en un dios "de efectos especiales", que hace solo cosas excepcionales y da
siempre grandes emociones. Sin embargo, queridos hermanos y hermanas, Dios se
ha encarnado: Dios es humilde, Dios es tierno, Dios está escondido, se hace
cercano a nosotros habitando la normalidad de nuestra vida cotidiana» (04.07.2021).
·
Este primer
error, nos puede llevar fácilmente al segundo:
Cerrarnos a la escucha de la palabra de Dios y por tanto cerrarnos a
hacer su voluntad. No siempre es fácil
hacer la voluntad de Dios, por eso muchas veces es más fácil quedarnos con lo
superficial, buscando milagros y cosas sobrenaturales, haciendo una religión a
mi gusto, y dejando de lado la voluntad de Dios.
·
Finalmente, es un
peligro alimentar los prejuicios y no ser capaces de ver a Dios actuar en la
historia, en nuestra propia historia y en la historia de los hermanos. Dios sigue llamándonos a todos,
independientemente de dónde somos y de lo que hayamos hecho, para que
colaboremos en la construcción de su Reino.
Nuestro camino de conversión nos debe permitir ver también la conversión
del hermano y el paso de Dios en su vida, porque como ha dicho Pablo en la
segunda lectura el poder de Dios se
manifiesta en la debilidad del ser humano.
Que nuestra oración, nuestra vida
sacramental y nuestro encuentro con Cristo en la Eucaristía, nos permitan hacer
experiencia constante del amor de Dios que nos hace hijos y nos ha salvado, que
esta experiencia nos abra el corazón a su palabra y a cumplir su voluntad y de
esta manera quitar todo prejuicio que nos impida hacer un verdadero camino de
fe y comunión con todos los hermanos.