Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
San
Pablo nos enseña: "Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella, para
consagrarla, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra, y
presentársela a sí mismo radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino
santa e inmaculada" (Efesios
5,25-27). Estas palabras destacan el profundo amor de Cristo por su Iglesia y
su deseo de purificar y santificar a todos sus miembros.
Cristo,
en su infinita sabiduría y comprensión, estaba plenamente consciente de
nuestras limitaciones y fragilidades humanas. A pesar de ello, su amor por la
Iglesia no conocía condiciones ni barreras; su amor transformador busca
elevarnos y hacernos santos. Este amor es un testimonio del poder redentor de
Cristo, invitándonos a superar nuestras debilidades y crecer en santidad a
través de él.
Siguiendo
el modelo de Cristo, estamos llamados a amar a la Iglesia con un amor que
trasciende las imperfecciones humanas, enfocándonos en la misión redentora y
esperanzadora que Cristo le ha confiado. Para amar a la Iglesia, es crucial
conocerla profundamente. Este conocimiento va más allá de una simple
familiaridad; implica comprender su naturaleza como el Cuerpo de Cristo, sus
enseñanzas, su historia y su misión en el mundo. Al profundizar en esta
riqueza, nuestro amor por la Iglesia se fortalece y arraiga más profundamente
en nuestra vida espiritual.
Es
esencial entender que la Iglesia es nuestra madre amorosa. Vivir desde esta
dimensión nos proporciona un sentido de pertenencia genuino y duradero, capaz
de superar cualquier crisis o desafío. Nos nutre con la vida del mismo Dios y
nos fortalece para crecer en ella. Amar a la Iglesia significa tener un amor
que nace desde lo más profundo del corazón, similar al amor que sentimos por
nuestra propia madre.
Sin
duda que esto es desafiante, especialmente cuando enfrentamos las realidades de
los pecados y errores de sus miembros, y las percepciones de sus enseñanzas
morales como restrictivas. Las estructuras institucionales a veces pueden
parecer opresivas y carentes de calidez humana, lo cual puede llevar a algunos
a cuestionar su dignidad y su capacidad para amar.
Sin
embargo, la Iglesia es santa por la presencia viva del Señor, y también
pecadora en un sentido humano. La bondad y belleza inherentes, se revelan a
través de un amor marcado por la comprensión y la compasión, iluminado por la
fe. Amar a la Iglesia significa mirar más allá de sus imperfecciones para
reconocer la presencia viva de Cristo en ella, inspirándonos a responder con
amor y servicio.
Si
verdaderamente anhelamos una Iglesia mejor, debemos comenzar por cambios
fundamentales en nosotros. La transformación que buscamos en la comunidad
eclesial comienza en nuestro propio corazón y en nuestras acciones cotidianas.
Cada pequeño gesto de amor, comprensión y servicio contribuye al bienestar
y unidad de la Iglesia, reflejando así
el amor y la misericordia de Cristo que nos enseña a amar incluso en medio de
las dificultades.
No
olvidemos que como Iglesia, somos la gran familia de los redimidos en Cristo. Al
igual que en cualquier familia, surgen conflictos y desafíos que prueban la
fortaleza de nuestros lazos. La clave para superar estas dificultades no radica
en evadir los problemas o en separarnos, sino en abordarlos con espíritu de amor y paciencia. Enfrentar los
conflictos dentro de la Iglesia requiere un compromiso con el diálogo abierto y
honesto, buscando siempre la reconciliación y la unidad. Es un ejercicio de
humildad y comprensión mutua, recordando que todos somos parte del mismo Cuerpo
de Cristo y que cada miembro tiene un valor incalculable.
Oremos
para que Dios nos conceda la gracia de amar profundamente a la Iglesia,
reconociendo y valorando las virtudes y dones que ha sembrado en cada uno de
sus miembros. Que podamos mirar más allá de las imperfecciones humanas y
apreciar la belleza de la Iglesia como servidora del Reino del amor y paz que
Cristo anuncia.