Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
La
percepción de la Iglesia como una simple agrupación de personas, unidas por
objetivos comunes, reduce la grandeza de su identidad y misión.
Evidentemente,
hay intereses que promueven esta visión horizontal de la Iglesia, en
particular, algunas corrientes ideológicas y movimientos sociales que tienden a
ver a todas las instituciones, incluida la Iglesia, bajo una luz puramente sociológica.
Por
ejemplo, algunos actores políticos ven a la Iglesia como una fuerza social que
debe ser alineada con sus agendas o, en algunos casos, neutralizada si
consideran que sus enseñanzas y acciones interfieren con sus objetivos. Esta
visión trata a la Iglesia sólo como una entidad que influye en la opinión
pública y en la movilización de personas.
En
un mundo cada vez más secularizado, hay también tendencias culturales que
promueven una visión de la religión y de la Iglesia como meramente ritualista o
tradicional, sin reconocer su papel fundamental en la vida espiritual y moral
de los individuos y las comunidades. Ese enfoque cultural puede minimizar la
importancia de la fe, enfocándose en la Iglesia solo como una institución
histórica o cultural. También desde una perspectiva meramente económica, con
alguna frecuencia, la Iglesia es presentada como una organización con recursos
e influencia, comparada a otras corporaciones o entidades.
Estas
perspectivas nos obligan a presentar y meditar lo que en verdad es la Iglesia,
fundada y querida por el Señor.
Poco
reflexionamos sobre la Iglesia como ?Sacramento? a través del cual se hace
presente la iniciativa eterna del Padre, manifestada a la humanidad y realizada
en Cristo. Cuando hablamos de sacramento decimos que ?la Iglesia es signo, pero
no es sólo signo; en sí misma es, también, fruto de la obra redentora?.[1] En
este sentido, la Iglesia no es solo un medio para alcanzar la salvación
individual, sino que es, en sí misma, la presencia y el instrumento del amor
redentor de Cristo en el mundo. Es
un Sacramento que no se remite a sí mismo, sino que encuentra su esencia en la
referencia hacia Aquél del que recibe su misión.
Jesús
habla sobre su Iglesia y su propósito sobre ella al decir a Pedro: "Y yo
te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las
puertas del Infierno no prevalecerán contra ella" (Mateo 16,18).
El
Señor funda una comunidad fuerte y firme, una comunidad que trasciende la
simple agrupación de personas y se convierte en un signo visible de la
salvación y de la gracia de Dios en el mundo. La Iglesia, edificada sobre la
roca de Pedro, es un sacramento de comunión, una manifestación visible de la
comunidad de creyentes unidos en Cristo.
Es
fundamental recordar cómo en la oración sacerdotal, Jesús expresa su deseo de
unidad para esta comunidad: "No ruego solo por estos. Ruego también por
los que han de creer en mí por el mensaje de ellos, para que todos sean uno,
Padre, así como tú estás en mí y yo en ti. Que también ellos estén en nosotros
para que el mundo crea que tú me has enviado? (Cf. Juan 17, 20-23). La unidad
entre los creyentes refleja la comunión entre el Padre y el Hijo. La Iglesia,
como comunidad de creyentes, es llamada a vivir esta unidad, mostrando al mundo
el amor redentor de Cristo.
La
Iglesia, en su esencia sacramental, no solo une a los individuos con Dios, sino
también entre ellos, superando toda división. Es un signo e instrumento de la
gracia divina, que invita a todos los creyentes a vivir en comunión.
Entender
la Iglesia como sacramento nos invita a ver más allá de sus estructuras
visibles y humanas. Es un recordatorio de que la vida cristiana es,
esencialmente, una vida en comunidad, donde la gracia de Dios se manifiesta y
se experimenta de manera tangible en la unión de los creyentes.
Pidamos al Padre que la Iglesia refleje siempre esa comunión a imagen de la Trinidad, fortalecida por una fe compartida y que, mediante nuestras acciones y palabras, demostremos al mundo el amor redentor que Cristo ofrece.