Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
En el núcleo de nuestra fe palpita una verdad inquebrantable: Jesús es la manifestación suprema del amor del Padre. Su encarnación, su vida y enseñanza y, de manera más profunda, su sacrificio redentor en la cruz, son la máxima revelación de ese amor. "En Jesucristo, la manifestación del amor de Dios por la humanidad alcanza su máxima expresión. Él es el rostro visible del Dios invisible, el icono perfecto del Padre celestial que nos ama con un amor eterno e incondicional".
Este amor, que trasciende los límites de la
comprensión humana, constituye la buena nueva que Jesús nos transmitió al
proclamar: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para
que todo aquel que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Juan
3,16). Este mensaje es revelación
trascendental para la humanidad, es el poder
renovar el espíritu individual y catalizar una metamorfosis social
completa, desde la fuerza misma del amor.
Las
enseñanzas de Jesús, imbuidas de amor, compasión y perdón, al ser adoptadas y
practicadas, tienen el potencial de inspirar auténticos movimientos sociales y
reformas en busca de la justicia, la equidad y la paz universal. Son un llamado
a la acción colectiva, un eco de esperanza que resuena con la promesa de un
mundo más fraternal y solidario.
Precisamente,
la imagen del Corazón de Jesús, punto de devoción y reflexión cristiana,
simboliza para el pueblo católico ese amor y esa misericordia infinita de Dios.
Este corazón, descrito en las Escrituras como "manso y humilde", es
la representación tangible de la compasión y el cuidado divino.
En
él, se refleja la imagen de un Dios que no está distante ni es indiferente a
nuestras luchas; al contrario, es un Dios que está acerca, que comprende
nuestras debilidades y que está dispuesto a cargar con el peso de nuestras
preocupaciones y sufrimientos. El
Corazón de Jesús nos recuerda que hay un amor que realiza lo mejor para
nosotros, un amor que se alegra con nuestra felicidad y que llora con nuestras
penas.
La
devoción al Sagrado Corazón nos invita a encontrar refugio y consuelo en la
bondad y la ternura de Dios. Es un llamado a confiar en su amor redentor, que
se ofrece sin condiciones, y a depositar en Él nuestras esperanzas y temores.
Este corazón, que ardió por la justicia y se entregó por amor, es el mismo que
nos acoge y nos ofrece un descanso para nuestras almas cansadas y agobiadas.
El
Corazón de Jesús va más allá de ser simplemente objeto de nuestra mirada; se
convierte en una poderosa fuente de inspiración para nuestras vidas. Siguiendo
el ejemplo de Jesús, como nos exhorta San Pablo al invitarnos a tener "los
mismos sentimientos que Cristo", somos llamados a cultivar la humildad, el
servicio desinteresado, el amor y sacrificio. Esta invitación a imitar a Cristo
implica reflejar en nuestras vidas las virtudes y actitudes que él demostró
ante todos.
Este
llamado a la acción nos impulsa a encarnar y compartir la misericordia divina
en cada interacción con nuestros semejantes. Nos desafía a ser empáticos ante
el dolor ajeno y a convertirnos en instrumentos de consuelo y esperanza en un
mundo que, a menudo, parece carecer de calidez y comprensión. Es una invitación
a superar las limitaciones personales y a comprometernos plenamente en la tarea
de construir un mundo marcado por la justicia y la compasión.
El
nuestro no es un compromiso efímero; es un llamado firme que nos desafía a ser
agentes de cambio, contribuyendo con nuestro esfuerzo para edificar una
sociedad donde el amor y la justicia sean los pilares fundamentales.
Supliquemos la gracia de amar según el amor de Dios, aspirando a que nuestro corazón se moldee gradualmente en paciencia, generosidad y misericordia, reflejando así la esencia del Corazón de Jesús.