Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Después de algunos meses en los
cuales hemos vivido los tiempos litúrgicos de la Cuaresma y de la Pascua, y además
las solemnidades de la Santísima Trinidad y del Cuerpo y la Sangre de Cristo,
retomamos hoy los domingos del Tiempo Ordinario.
En este tiempo litúrgico, a
diferencia de los llamados tiempo
fuertes, centramos la mirada, no en un acontecimiento específico de la vida
de Jesucristo, sino que tenemos la gracia de contemplar, a la luz de la Palabra
de Dios, la totalidad del misterio salvífico, a través de la vida pública de
Cristo, es decir de su predicación, de sus milagros, de sus gestos de compasión
y de sus acciones misericordiosas.
Este domingo, la acción de Cristo
se centra, a partir de una controversia con los escribas, en manifestar con
acciones y palabras sobre su misión de combatir al maligno y su incidencia que
afecta al ser humano.
Jesús,
ante la multitud que lo sigue, se presenta como aquel que tiene poder sobre el
maligno al realizar exorcismos que liberan a personas poseídas por el demonio.
Estas
acciones, en favor de la humanidad, hacen que los escribas indiquen que Jesús
expulsa a los demonios porque está poseído por Satanás y a partir de esto Jesús
va a explicar que por el contrario, Él está por encima del maligno y tiene
poder sobre él, porque es el Emmanuel, el Dios con nosotros, que manifiesta su
poder, llenando de amor y misericordia al ser humano que necesita ser liberado
del poder del mal.
Esta
acción de Jesús, lo presenta como el que cumple la promesa que Dios ha
realizado al comienzo de la creación en lo que conocemos como el protoevangelio
y que se ha proclamado este domingo en la primera lectura: ante la acción de la serpiente que llevó al
pecado a nuestros primeros padres, Dios promete que la descendencia de la mujer
aplastaría la cabeza del maligno.
Nuestra
fe nos asegura con total certeza que Jesús es quien cumple esta promesa, es Él la
descendencia de la mujer que aniquilará a la serpiente, es decir al demonio y
toda su incidencia contra el ser humano.
Esta
verdad debe llenar de gozo el corazón del ser humano, porque cuando
contemplamos un mundo lleno de situaciones de dolor, de violencia, de guerra,
de división, de muertes, podríamos llenarnos de negatividad y pensar que el mal
está venciendo, pero la promesa de Dios se ha cumplido y el mal ha sido vencido. Cristo ha aniquilado al demonio y sus
consecuencias y las raíces del mal que aún podemos experimentar nunca están por
encima de los regalos de salvación que Jesús nos ha dado con el acontecimiento
pascual.
Así
lo ensañaba Pablo en la segunda lectura:
nuestros sufrimientos momentáneos y ligeros nos producen una riqueza
eterna, una gloria que los sobrepasa con exceso [...] porque aquel que resucitó a
Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos colocará a su lado.
El
evangelio de Marcos presenta el no creer esta verdad como un pecado contra el
Espíritu Santo, un pecado que no puede ser perdonado. Esta frase tan estudiada por los exegetas,
por su difícil explicación, el papa Francisco, a partir del Catecismo de la
Iglesia Católica, la explica al afirmar que «esos escribas, quizás sin darse cuenta están cayendo en el pecado más
grave: negar y blasfemar el Amor de Dios que está presente y obra en Jesús. Y
la blasfemia, el pecado contra el Espíritu Santo, es el único pecado
imperdonable - así dice Jesús - , porque comienza desde el cierre del corazón a la
misericordia de Dios que actúa en Jesús» (10.06.2018).
Por tanto, hoy se nos llama a vivir la
alegría y la esperanza, porque a pesar de las situaciones de las que somos
testigos y que dan la impresión de que el mal está venciendo, tenemos la
certeza de que el amor y la misericordia de Dios ha vencido el mal desde el
trono de gloria que es la Cruz de Jesucristo y eso es lo que debe de llenar de
sentido nuestra vida.
Pero la alegría y la esperanza
cristiana, no se queda en un mero sentimiento, sino que Cristo mismo ha dicho
en el evangelio, que aquellos más cercanos serán los que hacen la voluntad del
Padre. Por tanto, estamos llamados,
también nosotros, a vencer con misericordia las raíces del mal que siguen
afectando el mundo de hoy; vencer el mal a fuerza de bien, nos enseña San Pablo
(Cfr. Rom. 12, 21).
Por eso, antes que señalar todo lo
difícil que se está viviendo, antes que buscar culpables, combatamos el mal con
las armas del evangelio, con las enseñanzas de Cristo, es decir, cultivemos el
amor, la misericordia, la solidaridad, la fraternidad, la paciencia, en todos
los entornos en los que nos desenvolvemos diariamente y formemos, en este modo
de vida, a las nuevas generaciones, para que todos tengamos claro, que lo que
llena de sentido nuestra vida es la verdad del evangelio que nos asegura que
nuestra meta última es participar de la misma gloria de Dios, pero que esa
realidad se va forjando ya desde que peregrinamos en este mundo.