Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
La segunda fiesta solemne que
celebramos al retomar el tiempo ordinario es la Solemnidad del Cuerpo y Sangre
de Cristo. Esta celebración nace como
respuesta a algunas herejías que negaban la presencia real de Jesús en las
especies eucarísticas.
Por esa razón salimos en
procesión eucarística para testimoniar al mundo que los católicos creemos que
en el pan y el vino consagrados está Jesús con su cuerpo, sangre, alma y
divinidad, tal y como lo dijo él mismo en la Última Cena.
Esta verdad de nuestra fe católica
está sustentada en las lecturas de la Palabra de Dios que se han proclamado y
que nos aseguran que la Eucaristía es actualización de la Alianza Nueva y
Eterna sellada por Cristo en la Cruz, y que el pan y el vino, por la acción
sacramental, son realmente su cuerpo y su sangre, alimento de salvación y
presencia que acompaña nuestro peregrinar hacia la casa del Padre.
El libro del Éxodo narra cómo el
pueblo de Israel realiza un rito que servirá para recordar la Alianza que YHWH
ha hecho con ellos en el desierto al entregarles las tablas de la ley. El pueblo acepta el decálogo y promete
obedecerlo y «hacer todo lo que dice el
Señor» y como signo de esta promesa se dan los sacrificios de animales y se
hace la libación en el altar y la aspersión sobre el pueblo de la sangre de los
animales sacrificados. Moisés, al
realizar este rito, indica «Ésta es la
sangre de la alianza que el Señor ha hecho con ustedes».
Esta Alianza implica la
obediencia del pueblo, situación que muchas veces no se cumplió. Por esto, Dios promete una Alianza Nueva que
se inscribirá en el corazón del ser humano y que nadie podrá romper.
La Carta a los Hebreos nos habla
de esa Alianza Nueva, realizada por el sacrificio de Cristo en la Cruz. Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece el
sacrificio de su misma vida; la sangre que se derrama es su misma sangre. Como ha dicho el autor sagrado, si la sangre
de los animales sacrificados devolvía la pureza legal al pueblo de Israel, la
sangre de Cristo derramada en la Cruz, devuelve al género humano la pureza de
la primera creación, perdona todos los pecados y da la herencia eterna
prometida, es decir la salvación de toda la humanidad.
Y esta Alianza ya no depende de
la obediencia del pueblo, que sabemos falla con tanta facilidad, sino que
depende de Cristo, que aprendió sufriendo a obedecer. Una obediencia absoluta al Padre que hace que
la Alianza, Nueva y Eterna sea perfecta y sus frutos de salvación alcancen a
toda la humanidad.
Cristo ha querido que esta
Alianza, realizada una vez y para siempre, se actualice en el memorial del sacramento
eucarístico. El sacrificio cruento de la
Cruz se actualiza de manera incruenta en el sacrificio del altar. San Marcos, en su relato evangélico señala
que Jesús indicó, cuando realizaba el rito litúrgico de tomar el cáliz, al
acabar la cena, que era el rito que precisamente recordaba la Alianza del
Sinaí, que ese sería el rito que actualiza la Nueva y Eterna Alianza que se selló
con el derramamiento de su sangre en la Cruz.
Ese cáliz, por tanto, contiene la sangre de la alianza que se derrama
para la salvación de todos.
El papa Benedicto XVI, en la
homilía del Corpus Christi del año 2009, resumía esta doctrina, que es parte
esencial de nuestra fe católica, afirmando «fue durante la última Cena cuando
estableció con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con
sacrificios de animales, como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se
convirtió en "sangre de la nueva alianza". Así pues, la fundó sobre
su propia obediencia, más fuerte, que todos nuestros pecados» (11.06.2009).
Por tanto, en la eucaristía, hacemos
memorial, actualización del acontecimiento pascual con el cual Cristo nos ha
redimido. El pan y el vino consagrados
son su cuerpo y su sangre entregados en la cruz por nuestra salvación, así lo
ha dicho el mismo Jesús en el evangelio.
Y son pan y vino, para que al comerlos nos unamos y nos identifiquemos
con el mismo Cristo, que quiere hacerse uno con nosotros.
El Papa Francisco al respecto nos
dice «el efecto espiritual de la Eucaristía: se trata de la unión
con Cristo, que se ofrece a sí mismo en el pan y el vino para la salvación de
todos. Jesús está presente en el sacramento de la Eucaristía para ser nuestro
alimento, para ser asimilado y convertirse en nosotros en esa fuerza renovadora
que nos devuelve la energía y devuelve el deseo de retomar el camino después de
cada pausa o después de cada caída» (14.06.2020).
Por tanto,
asumamos el compromiso de que, al acercarnos a la comunión, al comer el cuerpo
y al beber la sangre del Señor nos dejemos transformar por Él, nos asociemos
realmente a su vida, y así seamos don de Dios para los hermanos, de esta
manera, además de la procesión eucarística de la que participemos, podremos dar
testimonio de la presencia real de Cristo en las especies consagradas que hemos
comulgado, siendo nosotros mismos presencia de Cristo para los hermanos.