Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
Después
de celebrar durante cincuenta días la victoria de Jesús sobre la muerte y su
exaltación a la diestra del Padre, Pentecostés marca el culmen de esta celebración
al destacar la entrega del Espíritu Santo a los discípulos. Es esta efusión del
Espíritu la que les capacita para participar plenamente en la vida del
Resucitado.
Pero
Pentecostés no solo representa el punto culminante de la Pascua, sino que
simboliza el comienzo de una nueva era para los seguidores de Jesús pues con la
llegada del Espíritu Santo, los discípulos son capacitados para llevar adelante
la misión de proclamar el Evangelio y establecer la comunidad de creyentes.
A
partir de este momento, los discípulos son revestidos de poder divino para
llevar a cabo la obra de Jesús en el mundo, demostrando así la continuidad de
su presencia y su acción en la Iglesia.
Pentecostés
nos recuerda que, como discípulos de Cristo es necesario nutrir nuestra
relación íntima y continua con el Espíritu Santo, buscando su orientación y
dirección en cada aspecto de nuestra existencia. Debemos recibir con alegría
sus dones y permitir que moldee nuestras vidas, transformándolas conforme a su
voluntad.
Asimismo,
al experimentar la efusión del Espíritu Santo debemos manifestar los frutos de
su presencia: amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre y dominio propio. Estos
frutos deben reflejarse especialmente en nuestras acciones y relaciones con los
demás.
Una
vida en el Espíritu nos lleva a buscar activamente el bienestar y la felicidad
de los otros, demostrando compasión, empatía y generosidad en nuestras acciones
y palabras, nos hace buscar la armonía y la reconciliación en nuestras
relaciones, resolver los conflictos de manera constructiva y practicar la
comprensión y el perdón.
De
modo especial, el Espíritu Santo nos capacita para salir al mundo y ser
testigos del evangelio de Jesucristo, proclamando su amor, su perdón y su
salvación a todos los que nos rodean, viviendo nuestra fe de manera auténtica y
coherente, siendo luz y sal en medio de un mundo que necesita el amor redentor
de Cristo.
En
este contexto, Pentecostés nos desafía como Iglesia a buscar una comunión más
profunda y auténtica entre nosotros, basada en el amor, la comprensión y el
respeto mutuo. Es una llamada a superar nuestras diferencias y a trabajar
juntos por un mundo más justo, solidario y compasivo.
Recordemos
que Pentecostés no es solo un evento del pasado, sino que describe la esencia
misma de nuestra vida como Iglesia. Hoy, nosotros somos los herederos de aquella
misma promesa y, como pueblo de Dios, estamos llamados a ser portadores del
Espíritu Santo, testigos del Evangelio y mensajeros de esperanza y amor en un
mundo necesitado.
Renovemos nuestro compromiso con la misión de la Iglesia. Que el Espíritu Santo nos guíe y fortalezca en nuestro caminar cristiano, capacitándonos para ser verdaderos discípulos de Cristo, llenos de amor, compasión y valentía. Que nuestras vidas reflejen la presencia viva del Espíritu Santo, y que seamos instrumentos de transformación y renovación en el mundo. ¡Que el fuego del Espíritu Santo arda en nuestros corazones y nos impulse a vivir con pasión y fervor nuestra fe!