Mons. Daniel Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Este penúltimo Domingo de la Pascua, celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos. En esta fiesta conmemoramos la verdad de nuestra fe que nos asegura, como lo hemos repetido en el salmo, que el Señor asciende a su trono entre voces de júbilo, o como lo profesamos en el Credo, cuando decimos que Jesucristo subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre.
Esta verdad se sustenta en lo que tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles como el evangelio de San Marcos nos han narrado: Cristo resucitado ha subido a la gloria del cielo y que su cuerpo, el mismo que se presentó después de la resurrección a sus apóstoles, el mismo que caminó y comió junto a los discípulos de Emaús, ese mismo cuerpo glorificado entró en la morada eterna, haciendo, como ha dicho san Pablo en la segunda lectura, que aquel que bajó y se encarnó, lleve consigo a la humanidad glorificada hasta los más alto de los cielos.
Desde el primer día de la pascua hemos proclamado que Cristo, con su resurrección nos ha configurado con Él, que el bautismo nos une a su muerte y a su resurrección. Esta verdad queda aún más evidenciada en la Ascensión del Señor, ya que Cristo, cabeza de la Iglesia, llevará consigo a todos sus miembros para que estemos con él. Por tanto nos unimos a su muerte, nos unimos a su resurrección y nos unimos a la vida perfecta en la eternidad.
Así nos lo recuerda el papa Francisco al enseñarnos que «Después de haber descendido en nuestra humanidad y haberla redimido, ahora asciende al cielo llevando consigo nuestra carne. Es el primer hombre que entra en el cielo, porque Jesús es hombre, verdadero hombre, es Dios, verdadero Dios; nuestra carne está en el cielo y esto nos da alegría. A la derecha del Padre se sienta ya un cuerpo humano, por primera vez, el cuerpo de Jesús, y en este misterio cada uno de nosotros contempla el propio destino futuro. No se trata de un abandono, Jesús permanece para siempre con los discípulos, con nosotros» (16.05.2021).
Esto es lo que los apóstoles miraban fijamente y con total asombro. Se quedan plantados mirando el cielo, nos dice la lectura de los Hechos de los Apóstoles. Ellos contemplan ciertamente la gloria de Dios manifestado en Cristo que sube al cielo, pero contemplan también cómo se abren las puertas de la vida divina para toda la humanidad redimida por Cristo.
Pero los hombres vestidos de blanco, que presenta la primera lectura, llaman a los apóstoles a recordar su misión. Ciertamente deben contemplar el cielo como la meta última de la vida humana, pero deben peregrinar en este mundo con la claridad que se debe anunciar la verdad de la resurrección, que se debe construir el reino instaurado por Cristo y que se debe enseñar la doctrina predicada por el Maestro.
Por esto, se les da a los apóstoles las mismas prerrogativas de Cristo, nos dice San Marcos en el evangelio, que se les dio el poder de expulsar demonios, de hablar en lenguas y de sanar enfermos. De esta manera, por medio de estas acciones misericordiosas, podrán hacer presente a Cristo en medio del mundo y cumplir así lo que ha prometido: estar con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos.
Hoy esta misión, encomendada a la primera comunidad cristiana, es la misión de cada bautizado. Estamos llamados a seguir anunciando la fe, haciendo presente en medio de la humanidad la misericordia de Dios que en Jesucristo nos ha prometido una vida perfecta junto a él y que en el peregrinar de la historia sigue acompañando los sufrimientos de la humanidad, por medio de la solidaridad de los creyentes.
Esto lo haremos según las distintas vocaciones y carismas que el Espíritu sigue regalando y distribuyendo para que se construya el cuerpo de Cristo, como lo ha dicho San Pablo en la segunda lectura.
Como los apóstoles, hoy nosotros, tenemos que hacer presente la misericordia entre los hermanos que están sufriendo, por la enfermedad, por el dolor, por la pobreza o por cualquier otra consecuencia del mal que sigue existiendo en el mundo.
Por esto, hoy estos carismas deben pasar, necesariamente, por la solidaridad, la empatía y la compasión, que nos haga no sólo descubrir los sufrimientos de los hermanos sino transformar estas situaciones difíciles en esperanza, para que, aunque estemos peregrinando en un mundo tan lleno de dolor, podamos fijar la mirada en la vida perfecta que Cristo, con su muerte, resurrección y ascensión ha preparado para la humanidad.
Nos recuerda también el papa Francisco: «Como al inicio Cristo Resucitado envió a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santo, así hoy Él nos envía a todos nosotros, con la misma fuerza, para poner signos concretos y visibles de esperanza» (13.05.2018).
Que todos, experimentando la misericordia de Dios que no abandona, podamos ser signos de esperanza entre todos aquellos hermanos que están viviendo situaciones de dolor y sufrimiento.