Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
Cuando
profesamos en el Credo que Cristo: "Ha subido al cielo y está sentado a la
derecha del Padre" aludimos a su Ascensión al cielo, acontecimiento con el
que el Señor corona su misión terrenal.
Si
bien Jesús se separa físicamente de sus discípulos, no los abandona. Más bien,
su partida física abre el camino para la venida del Espíritu Santo prometido
por Jesús mismo al asegurarles que no los dejará solos. Por
ello, en la Ascensión de Jesús, se encuentra implícita la garantía de su
continua presencia a través del Espíritu Santo, quien guía y acompaña a la Iglesia,
comunidad de creyentes, en su vida y misión.
Al
instruir a sus apóstoles sobre la espera del Espíritu Santo, como don del
Padre, Jesús enfatizó que la fuerza de su misión vendría del cielo, y que sería
el Espíritu Santo quien guiaría a todos hacia la verdad. La tarea de enseñar y
proclamar la Buena Nueva a todas las naciones, incluyendo el bautismo en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, así como la responsabilidad de
ser testigos de Cristo en los lugares más remotos de la tierra, se llevaría a
cabo por el poder del Espíritu Santo, no por la sabiduría o la fuerza humanas.
Por
todo ello, la Ascensión del Señor nos brinda una perspectiva fundamental sobre
el propósito y la naturaleza de la Iglesia al recordarnos que ella no es
simplemente una organización humana regida por esfuerzos individuales, sino un
proyecto divino para transformar al mundo. La Ascensión de Jesús señala, el
papel que la Iglesia tiene en la continuación de la obra redentora de Cristo en
la tierra, como un llamado a la colaboración con el Espíritu Santo, permitiendo
que su guía y poder divinos dirijan nuestros esfuerzos.
Por
lo tanto, la Ascensión nos invita a adoptar perspectiva trascendente que
corresponde en nuestras actividades y enfoques dentro de la Iglesia. No se
trata simplemente de buscar nuestros propios intereses o agendas, sino de
participar en el plan de Dios para la salvación del mundo. Esto implica una
disposición para permitir que el Espíritu Santo nos conduzca en nuestras
acciones y decisiones, llevándonos a ser verdaderos testigos de Cristo en todo
momento y lugar.
A
la luz de estos acontecimientos, la Iglesia hoy está llamada a visibilizar y promover
esa mayor docilidad y sensibilidad al Espíritu Santo, en la toma de decisiones,
la planificación de actividades y en la predicación del Evangelio. A la vez, reconociendo
que el Espíritu Santo capacita a la Iglesia para llevar a cabo su misión, en la
Iglesia debemos también fomentar una cultura de colaboración y respeto mutuo,
donde se valoren y utilicen los diversos dones y habilidades que el Espíritu
Santo ha otorgado a cada miembro para el anuncio y presencia del Reino de Dios.
La
Iglesia no es simplemente un proyecto humano construido sólo por el esfuerzo de
algunos. Dios mismo ha sido el arquitecto de esta comunidad, con Jesús
designando a los apóstoles como sus cimientos y el Espíritu Santo fortaleciendo
y uniendo al pueblo de Dios para vivir en unidad y testimoniar el amor en el
mundo.
En
la Iglesia, nuestra condición de bautizados nos une como miembros de la
comunidad cristiana. Desde esta identidad, todos tenemos una vocación o llamado
específico, que implica ser enviados al mundo para compartir a Cristo con los
demás. Sin embargo, es importante comprender que no somos los actores
principales de esta misión. Más bien, es Dios quien nos impulsa y capacita para
llevar a cabo esta tarea a través del Espíritu Santo. El éxito de nuestro
esfuerzo en anunciar a Cristo está garantizado por la acción divina.
Al
contemplar el misterio de la Ascensión del Señor, reconocemos que toda nuestra
fortaleza y capacidad dependen de la gracia que Jesús nos otorga y que la acción del Espíritu Santo entre
nosotros, es la fuerza para enfrentar los desafíos de la vida y seguir
fielmente el camino que el Señor nos ha mostrado.