Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
La primer semana de Pascua, que
la Iglesia considera como un gran Domingo, en el cual conmemoramos con alegría
la Resurrección del Señor, y que tiene el nombre de Octava de la Pascua, llega
a su culmen con la celebración de este segundo Domingo de Pascua, que San Juan
Pablo II, desde el gran jubileo del año 2000, ha querido que se llame Domingo
de la Divina Misericordia.
Con el título que actualmente
tiene este domingo y la palabra de Dios que se proclama, se nos invita a
reflexionar en dos elementos importantísimos para la vida de todo cristiano: la
misericordia de Dios y la comunión eclesial.
Estos dos elementos deben ir de la mano para que el mensaje que la
Iglesia anuncia sea cada vez más creíble y coherente.
Toda la experiencia vivida
durante el Triduo Pascual ha evidenciado que la gracia de la salvación regalada
a la humanidad con la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo es don de
Dios que es un Padre misericordioso.
El texto del evangelio de Juan
proclamado este domingo es reflejo de esto:
Cristo Resucitado viene al encuentro de los discípulos, les muestra las
heridas de las manos y del costado, les regala su paz, les da el don del
Espíritu Santo y les da la potestad de perdonar los pecados. Una semana después regresa para hacer lo
mismo con Tomás que al no estar el primer día había sido incrédulo a lo contado
por el resto de los discípulos y éste, no sólo puede ver al Resucitado, sino
que puede tocar sus heridas.
El papa Benedicto XVI explicaba
esto de manera muy hermosa: «al apóstol Tomás
se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad
humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: "¡Señor
mío y Dios mío!" (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus
heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a
nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja
herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de
nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de
su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros!» (15.04.2007).
Por tanto, Cristo que realmente
murió y que realmente resucitó, es la manifestación más clara y tangible de la
misericordia de Dios por la humanidad.
Por esto, en las revelaciones místicas de Santa Faustina, Cristo está
vivo, resucitado, pero muestras las llagas de los clavos en sus manos y de la
herida del costado abierto, manan los rayos de misericordia que cubren la
humanidad entera.
Asimismo, este domingo ha sido en
la historia de la Iglesia el momento en que los bautizados la noche de la
Pascua eran incorporados a la comunidad y por tanto la Palabra de Dios busca
catequizar a estos recién bautizados sobre la importancia de la vida
comunitaria en el camino de la fe.
El evangelio presenta a Tomás
que, por no estar con el resto de los discípulos, duda en su fe y en el
testimonio del resto de la comunidad. Su
lejanía, ese primer día de la semana, no le permitió encontrarse con Cristo y
no le permitió crecer en su fe junto a sus hermanos. Esto cambia radicalmente la semana siguiente,
Tomás está con el resto de la comunidad y puede ver al Resucitado, ve su cuerpo
glorificado, ve las llagas, las cuales puede tocar y hace una profesión de fe,
que ningún otro apóstol había hecho hasta ese momento, dice «Señor mío y Dios mío».
La experiencia de Tomás nos
confirma que es junto a la comunidad de hermanos que el creyente vive la fe,
crece en la fe y hace experiencia de la misericordia divina, esto no es posible
hacerlo solos, nos perdemos, nuestra fe se desvirtúa, se empieza a creer en la
idea de Dios que nos hacemos y no la verdadera, la que fue predicada por el
mismo Cristo.
Por esto la primera y la segunda
lectura son insistentes en la necesidad de la vivencia comunitaria como
encuentro de hermanos y experiencia de la misericordia concretizada en la
vivencia del amor al prójimo, como lo ha dicho de forma tan hermosa la primera
carta de San Juan «Todo el que ama a un
padre ama también a los hijos de éste», recordando así el mandamiento de
amar a Dios y al prójimo.
Este amor al hermano, se
concretiza en la vivencia comunitaria, tal y como sucedió en las primeras
comunidades cristianas. El libro de los
Hechos de los Apóstoles recuerda cómo aquella comunidad cristiana primitiva vivía
el auténtico amor, donde todos ponían en común sus bienes, para que nadie
pasara necesidad, donde el sufrimiento del hermano era el sufrimiento de la
comunidad y la alegría del hermano era la alegría de la comunidad: «tenían
un solo corazón y una sola alma».
Por esto, las lecturas que se han
proclamado, presentan a Cristo, como Dios misericordioso y a la comunidad
cristiana, no sólo como receptora de esta misericordia, sino como aquella
comunidad que se distingue por la vivencia de la misericordia entre quienes son
hermanos por el bautismo.
Por tanto, el llamado que se nos
hace en este domingo es a vivir la comunión, a no alejarnos, a no estar aislados
y también a que nuestra experiencia del resucitado, la experiencia de su
misericordia, la vivamos junto a los hermanos, en amor y solidaridad con ellos.
La experiencia de la Misericordia
de Dios, en una celebración como la de este domingo, puede convertirse en un
culto vacío, egoísta y por tanto un culto no cristiano, si no se da el paso de
compartir con el hermano -con cada hermano- esta Misericordia que Dios nos
regala.
Esto, que no siempre es fácil de
vivir, es posible, también en comunidad, cuando el Primer día de la Semana, el Domingo,
el día de la Resurrección tenemos nuestro encuentro comunitario en la fracción
del pan, en la eucaristía y de este modo como comunidad nos instruimos con su
palabra y nos alimentamos con su cuerpo y con su sangre, manjar que nos
capacita para vivir la misericordia y amar con la fuerza que viene de Dios.