Mons. Daniel Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Nos enseña el apóstol Pablo que «si Cristo no hubiese resucitado vana sería
nuestra fe y vana nuestra predicación» (I Cor. 15, 14). Por esto la celebración de este domingo,
Domingo de la Pascua del Señor, nos hace conmemorar lo que da fundamento a toda
nuestra fe y por tanto también podemos decir que para quienes somos cristianos,
este domingo es el día más importante de todo el año litúrgico.
Por esto, celebrar la
resurrección del Señor, debe ser un día de alegría. Desde el momento solemne con el cual se
anunció la victoria de Cristo sobre la muerte con el Pregón Pascual, se nos
recordaba esto, que se alegran el cielo, los ángeles, la tierra y se alegra
también la Iglesia, porque en el resucitado contempla no sólo la victoria de
Cristo sino la victoria de todo bautizado que es unido y configurado con Cristo
para morir con él y resucitar con él.
Las lecturas que se proclaman
este domingo son un llamado a vivir esta alegría, a vivir el sentido de la
alegría cristiana fundada en la Resurrección del Señor.
San Pablo en la carta a los
colosenses nos recuerda una verdad importantísima que debe calar en nosotros de
manera particular en esta pascua: estamos
íntimamente unidos, por el bautismo, a Cristo y, por tanto, ya la muerte no
tiene poder sobre nosotros, hemos resucitado con Cristo y en la manifestación
de Cristo, también nosotros nos manifestaremos en la gloria que él nos ha
regalado.
Esta es la esperanza cristiana,
esperanza que no tapa la cruz, esta cruz que es parte del camino del creyente,
del discípulo (quien quiera seguirme que
tome su cruz y me siga), pero es esperanza que da sentido a la cruz, da
sentido al sufrimiento. Porque la cruz
no termina en el sepulcro, en la oscuridad de la muerte, la cruz es camino para
contemplar y vivir la gloria de la resurrección.
Por eso la Pascua que hoy
celebramos nos llena de esperanza, de la verdadera esperanza cristiana, que nos
asegura que cualquier situación de dolor, de oscuridad o de cruz no es un
camino definitivo, sino que lo único definitivo es Cristo que nos alegra, nos
anima y nos consuela con su vida gloriosa que también es nuestra vida.
Esa esperanza que da Cristo
Resucitado es la que se vive en la narración que nos regala San Juan en el
evangelio; el discípulo amado nos hace una narración muy hermosa y llena de
detalles: las mujeres que anuncian, los
discípulos que corren al sepulcro, el sepulcro vacío con las vendas mortuorias,
para terminar con la profesión de fe de los discípulos que vieron y creyeron.
Esa experiencia de la primera
comunidad cristiana con el resucitado, la iremos meditando a lo largo de esta
cincuentena pascual. Pero es claro que
esa experiencia transformó la vida de los apóstoles, los configuró como
comunidad y los configuró como testigos.
Es claro entonces que la Iglesia, con su naturaleza evangelizadora, nace
del encuentro con Cristo, muerto y resucitado.
Eso lo podemos notar con total
claridad en la vida del apóstol Pedro, él en la primera lectura, ya no es aquel
que tenía miedo, que negó a su maestro, ahora está predicando a Cristo sin
ningún temor, afirmando cosas que le podrían costar la vida, pero la esperanza
que da el encuentro con el resucitado lo ha transformado y ya no existe ningún miedo,
sólo la urgencia y la necesidad de dar a conocer la verdad de Jesucristo.
Este domingo, quienes celebramos
la Resurrección del Señor, estamos llamados a lo mismo, porque hemos
experimentado a Cristo que ha resucitado y él nos ilumina y nos llena de
esperanza. Así nos lo pide también el
papa Francisco: «El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los
vivos. Después de haberlo encontrado, invita a cada uno a llevar el anuncio de
Pascua, a suscitar y resucitar la esperanza en los corazones abrumados por la
tristeza, en quienes no consiguen encontrar la luz de la vida. Hay tanta
necesidad de ella hoy. Olvidándonos de nosotros mismos, como siervos
alegres de la esperanza,
estamos llamados a anunciar al Resucitado con la vida y mediante el amor» (26.03.2016).
Sabemos que en la experiencia debe
hacernos reavivar el compromiso bautismal de ser apóstoles, de ser testigos, de
ser mensajeros de la esperanza que no defrauda, la esperanza en la
Resurrección.
Cristo resucitado, vida nuestra,
nos llene de su gracia, para ser esos mensajeros que el mundo de hoy necesita. Y que la Iglesia, es decir cada bautizado sea
signo de Cristo Resucitado en un mundo que necesita ser iluminado con la única
Luz que salva, que sana y que da esperanza.