Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
La semana santa o semana mayor, días en los que conmemoramos
los misterios de nuestra salvación, inicia con la celebración del Domingo de
Ramos en la Pasión del Señor.
Hacer memoria de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y escuchar
la lectura de la Pasión, este año tomada del evangelio de San Marcos, nos ayuda
a meditar en el amor inconmensurable de Dios por la humanidad y la injusticia
del ser humano que no ha sabido responder a este amor de Dios.
Los signos con los cuales se inicia la celebración de este
día, que incluye una procesión muy festiva, muestran al pueblo lleno de alegría
que vitorea a Jesús como rey y como Mesías cuando llega a la ciudad santa de Jerusalén
a celebrar la Pascua, ciudad en la cual será entregado en manos de los jefes
del pueblo para ser crucificado.
Este es el primer signo de injusticia: el pueblo que lo aclamaba como Rey, ha
cambiado el grito de alabanza: Hossana al Hijo de David, Bendito el que
viene en nombre del Señor, por el grito:
Crucifícalo.
A éste, se unen muchos otros signos de injusticia en este
proceso que lleva a Jesús a la cruz: la
traición de Judas, el abandono de los discípulos, los falsos testimonios, la
negación de Pedro, la liberación de Barrabás, los golpes y los insultos. A todo esto, de manera particular en el
evangelio de San Marcos, Jesús responde en silencio, aceptando de manera
voluntaria todas estas acciones.
El Señor, con esta actitud, está dando cumplimiento a la
Sagrada Escritura, él es el siervo de
YHWH, presentado por Isaías en la primera lectura, él es llamado para confortar
y para dar aliento al abatido, es él quien se pone en lugar del pueblo, sin
resistencia alguna y ofrece la espalda a
los golpes y el rostro a los insultos y salivazos.
Es una acción voluntaria, aceptada libremente por él. Así lo atestigua el hermoso himno
cristológico presentado por San Pablo en la segunda lectura: él se
despojó de su prerrogativa divina, se anonadó a sí mismo y aceptó,
obedientemente la muerte de cruz.
Ante esta realidad que nos muestra
la conmemoración de este domingo, el Santo Padre nos regala esta
reflexión: «Sorprende ver al Omnipotente reducido a
nada. Verlo a Él, la Palabra que sabe todo, enseñarnos en silencio desde la
cátedra de la cruz. Ver al rey de reyes que tiene por trono un patíbulo. Ver al
Dios del universo despojado de todo. Verlo coronado de espinas y no de gloria.
Verlo a Él, la bondad en persona, que es insultado y pisoteado. ¿Por qué toda
esta humillación?, ¿por qué dejaste que te hicieran todo esto? Lo hizo por nosotros, para tocar lo más
íntimo de nuestra realidad humana, para experimentar toda nuestra existencia,
todo nuestro mal. Para acercarse a nosotros y no dejarnos solos en el dolor y
en la muerte. Para recuperarnos, para salvarnos. Jesús subió a la cruz para
descender a nuestro sufrimiento. Experimentó en su propia carne nuestras
contradicciones más dolorosas, y así las redimió, las transformó. Su amor se
acerca a nuestra fragilidad. Y ahora sabemos que no estamos solos. Dios está
con nosotros en cada herida, en cada miedo. Ningún mal, ningún pecado tiene la
última palabra. Dios vence, pero la palma de la victoria pasa por el madero de
la cruz. Por eso las palmas y la cruz están juntas (28.03.2021).
Durante todos estos domingos de cuaresma, que nos preparan
para las fiestas pascuales, la palabra de Dios nos ha ido recordando las
distintas alianzas que Dios hace con su pueblo.
Y hemos recordado que cada una de estas alianzas, debe ser remitida a la
nueva y eterna alianza realizada por Cristo en ese momento culmen de la Cruz.
Cada alianza realizada en el Antiguo Testamento mostraba el
deseo de Dios de ser cercano al ser humano, de manifestar su amor y su perdón;
pero es en el sacrificio cruento consumado en el patíbulo de la cruz donde la
misericordia llegará a su plenitud, Dios nos ama hasta el extremo: el Padre entrega a su Unigénito y éste,
voluntariamente acepta la misión, sólo por amor, para que el género humano sea
redimido y obtenga el regalo de la salvación.
Este domingo estamos llamados a fijar la mirada en la cruz,
con la certeza de que aquel que allí está clavado y atravesado por la lanza, es
el Mesías a quien, al inicio de la eucaristía, aclamamos triunfante y
victorioso, el Rey que ha aceptado voluntariamente la cruz, para pagar la deuda
de los pecados de la humanidad, del pecado de cada uno de nosotros.
Miramos a Cristo en la cruz con la certeza, de que no es el
fin ni la meta, sino que es camino hacia la resurrección, hacia la vida plena y
verdadera que el Señor en el acontecimiento pascual ha querido regalarnos.
Que estos días santos que estamos iniciando, podamos hacer
experiencia de la plenitud del amor, que contemplamos y vivimos en la pasión,
muerte y resurrección de Jesucristo, y así renovemos nuestra fe, renovemos
nuestro compromiso bautismal y seamos testigos y portadores de la esperanza
para tantos hermanos que en medio de este mundo, hoy continúan padeciendo
tantas situaciones de cruz y de dolor.