Declaración de los obispos de frontera de Colombia, Costa Rica y Panamá
Queridos hermanos y hermanas:
En su Mensaje de Cuaresma de este año 2024,
el Papa nos recuerda que «La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que [...]
Dios educa a su pueblo para que abandone sus esclavitudes y experimente el paso
de la muerte a la vida. [...] Para que nuestra Cuaresma sea también concreta,
el primer paso es querer ver la realidad».
Ante la situación de miles de hermanos y
hermanas que padecen una migración forzada y desprotegida, nosotros, Obispos de
las diócesis de frontera de Colombia, Costa Rica y Panamá, hemos
visitado el Vicariato Apostólico del Darién y nos hemos reunido en ciudad de
Panamá para escuchar, discernir y actuar desde nuestras responsabilidades
pastorales en estas circunstancias, duras y difíciles como nos exhorta el Papa Francisco:
«En mi viaje a Lampedusa, ante la globalización de la indiferencia planteé
dos preguntas, que son cada vez más actuales: "¿Dónde estás?" (Gn. 3,9) y "¿Dónde
está tu hermano?" (Gn. 4,9)».
Queremos levantar la voz al reconocer una
creciente crisis humanitaria en la región que tiene en la selva del Darién, un «tapón»
de inhumanidad por las condiciones de vulnerabilidad y muerte a la que se
enfrentan hombres, mujeres, jóvenes, niñas y niños. El número de personas que
perecen son incalculables ya que muchos de los cuerpos de los fallecidos no son
rescatados.
En línea con las reuniones de Obispos de
Pasto, San Salvador y Cúcuta, nos unimos al grito de la Iglesia continental que
ha reconocido que hoy, diez millones de latinoamericanos y caribeños viven en
un país que no es donde nacieron. La migración forzada afecta a millones de
personas, pero, de modo particular, a las más vulnerables: cada vez más tiene
cara de mujer y de niño. Estamos ante un proceso de degradación de la vida. Los
migrantes en su recorrido son víctimas de estructuras y grupos criminales, hasta
de carácter transnacional, que hacen de la desesperación de nuestros hermanos
su negocio y profanan la dignidad de hombres y mujeres a través de la trata de
personas y muchas otras prácticas que ofenden, indignan y avergüenzan. Esta realidad es un desafío para las
comunidades eclesiales en los lugares de partida, de paso y de acogida.
La migración en la región es compleja,
compuesta de flujos múltiples y mixtos, en la que están presentes en gran
medida hermanos venezolanos, ecuatorianos, colombianos, haitianos y, que a lo
largo del camino, se vinculan con nicaragüenses y de otros países tanto de Centroamérica
como de México así como de otros continentes. Los migrantes son forzados a salir
de su tierra por la necesidad de supervivencia, de reunificación familiar, por
causas estructurales que encierran fenómenos como la pobreza y la desigualdad,
los efectos del cambio climático, la persecución por la violencia política y
social.
Todos nos
sentimos interpelados ante esta realidad, cuyo clamor nos llama a no cerrar los
ojos ni el corazón de frente al sufrimiento del hermano y de la hermana
migrante. En una sociedad
como la nuestra, la exclusión, la xenofobia, la discriminación y la
indiferencia, se contrarrestan reconstruyendo la cultura del encuentro tejida
con la hospitalidad y la acogida. Los migrantes, en su caminar hacia del norte,
son el reflejo y la expresión del homo mendicans, y al atravesar
la Patria Grande, privados de toda seguridad, necesitan de los otros; esperan,
antes que el rechazo, la cordialidad y la hospitalidad. Agradecemos a personas
de buena voluntad, entidades, organizaciones, instituciones que, con diversas
iniciativas, intentan hacer de la atención integral, la hija mayor del amor.
Como pastores, tenemos la certeza de que «Dios
camina con su pueblo».
Al igual que Jesús, queremos fijarnos y detenernos ante los pequeños, ante
quienes son humillados y ante aquellos, que para muchos son considerados los
que sobran, los descartados. Queremos mirar la vida desde ellos, es decir,
desde las necesidades y sufrimientos de los que no tienen pan y se les niega la
dignidad. La crudeza de la migración es una oportunidad para «reconocer al
Señor presente en su pueblo, al Emmanuel que, en cada migrante, llama a la
puerta de nuestro corazón y se ofrece para el encuentro». El Papa Francisco, solidario y preocupado por nuestros hermanos migrantes, nos
ha dicho: «el diálogo con la multiculturalidad debe llegar al corazón de los
demás, incluso de aquellos que son diferentes a nosotros, y sembrar allí el
Evangelio».
En las vísperas de la inminente fiesta de
la Pascua, nos conforta la certeza que la acción salvadora de Dios se abre
camino en medio de amenazas e incertidumbres, lejos del poder y la seguridad. Quienes
trabajen por los migrantes con el espíritu de Jesús Resucitado, lo harán
siempre desde la fragilidad de los amenazados y nunca desde la seguridad de los
poderosos. Si Jesús es «Dios-con-nosotros», entonces debemos reconocerlo
compartiendo la suerte de los migrantes que viven en la inseguridad, a merced
de las amenazas y sosteniendo una valentía profética que sea consciente de que
sólo habrá paz cuando desaparezcan los que atentan contra los inocentes.
Como Iglesia unimos esfuerzos para transformar
y nos comprometemos a acoger el llamado de Dios para caminar con el pueblo
migrante y encontrar caminos nuevos, más allá del miedo que paraliza. Estamos llamados
a ponernos en estado de conversión, a regresar al manantial evangélico de
nuestra fe reconociendo a Cristo en las víctimas de la cultura del descarte,
para transitar nuevos caminos de mayor presencia y cercanía con nuestros
hermanos migrantes.
Es indispensable promover los signos del
Reino que Jesús practicaba: la acogida a los más débiles; la compasión hacia
los que sufren; la creación de una sociedad capaz de ofrecer reconciliación y
perdón, garantizando el respeto de los derechos y la dignidad de toda persona.
Esto permite traspasar el horizonte de lo cotidiano, porque sólo caminando al
ritmo de Dios con su pueblo, la Iglesia podrá cruzar los límites de lo
convencional conduciendo a todos sus hijos - sin dejar a nadie atrás - por caminos
de esperanza.
Exhortamos, de modo respetuoso pero
enérgico, a las autoridades competentes para que respeten los derechos
fundamentales de migrantes y refugiados tanto en el tránsito como en el momento
que deciden asentarse en sus países, y que atiendan a su vocación de crear
políticas públicas, tanto a nivel local como regional, que permitan la
integración social, económica y cultural a las comunidades de llegada de los
migrantes; a derrumbar muros legales, físicos y simbólicos de injusticia y de falta
de solidaridad, para construir un continente,
latino y caribeño, cada vez más humano, más equitativo, más cordial y más
hospitalario. En este sentido consideramos que la ayuda humanitaria que brinda
la Iglesia a lo largo de la región, no elimina nuestra exigencia profética para
alcanzar juntos, Iglesia, sociedad, organizaciones y autoridades, la justicia
social, la cual garantiza el derecho a decidir si quedarse o migrar.
Agradecemos el testimonio de nuestros
hermanos migrantes, porque como nos dijo uno de ellos «sólo Dios sabe cuánto
hemos sufrido». Así mismo, reiteramos con el Papa Francisco en su carta a
los migrantes en Darién: «no se olviden nunca de su
dignidad humana. No tengan miedo de mirar a los demás a los ojos porque no son
un descarte, sino que también forman parte de la familia humana y de la familia
de los hijos de Dios. Y gracias por estar ahí».
Que la fuerza de Jesús resucitado y la
esperanza que da la certeza de que Dios camina con su pueblo, generen
mejores condiciones para los migrantes, refugiados, víctimas de trata y excluidos,
bajo la materna protección de Santa María, Madre del Camino.
a un grupo de migrantes reunidos en Lajas Blancas
(Panamá), 21 de marzo de 2024.