Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
El miércoles anterior hemos iniciado el camino de la cuaresma
con el signo penitencial de la ceniza sobre nuestras cabezas.
Este peregrinar de cuarenta días que nos propone la Iglesia,
nos recuerda momentos en la Historia de la Salvación narrados este Domingo en
la Liturgia de la Palabra, como el diluvio, del que hace referencia la primera
lectura, cuando llovió por cuarenta días y cuarenta noches; y las tentaciones
de Cristo cuando el Señor pasó cuarenta días en el desierto, antes de iniciar
su ministerio público, como lo ha narrado el Evangelio de San Marcos.
Por tanto el número cuarenta, en la Sagrada Escritura, tiene
una connotación simbólica, que nos hace referencia a un tiempo en el que Dios
actúa, un tiempo en el que Dios prepara al ser humano, un tiempo que tiene como
meta contemplar la realización de las promesas de Dios. Así lo ha explicado el papa Benedicto XVI
cuando indicó que el número cuarenta «Es
una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta
al Señor, de la consciencia de que Dios es fiel a sus promesas (...) un período
suficiente para ver las obras de Dios» (22.02.2012).
Esto
es lo que experimenta la familia de Noé, porque el diluvio fue un tiempo de
purificación, que les permitió volver el corazón a su Creador y crecer en la
confianza en sus promesas, y al final de estos cuarenta días, la perseverancia
de esta familia, les permite contemplar el arcoíris, que Dios mismo pone en el
cielo como signo de una alianza: Dios
promete que nunca más destruirá la vida, que Él mismo ha creado.
Asimismo,
el evangelio de Marcos presenta los cuarenta días de Cristo en el desierto como
días de espera, días de encuentro con el Padre y días de preparación para el
inicio de su ministerio público en el cual se dará el llamado a la conversión,
la instauración del Reino, los gestos de misericordia y los signos milagrosos y
como culmen se realizará, una alianza mucho mayor que la realizada con Noé, es
decir la nueva y eterna Alianza sellada con la sangre de la cruz y la fuerza
renovadora de la resurrección.
Por
esto, este tiempo de cuaresma, debe ser para todos los cristianos, un tiempo propicio
para hacer un camino de conversión, es decir, volver el corazón a Dios y dejar
que Él nos transforme. Tiempo de renovar
nuestra certeza de que Dios es fiel a su alianza que nos regala la salvación,
porque el culmen de nuestro tiempo cuaresmal será la celebración de la Pascua,
en la cual contemplaremos a Cristo Resucitado y renovaremos nuestras promesas
bautismales, rito que nos recuerda que el sacramento del agua nos une
perfectamente al Señor, que nos salva con su muerte y con su resurrección, como
lo ha recordado el apóstol Pedro en la segunda lectura.
Estos cuarenta días, deben
llevarnos a reconocer con humildad la necesidad que tenemos de Dios en nuestra
vida y cómo sin su fuerza este camino de conversión no es posible.
Por esto, desde el pasado
miércoles, se nos recordaba que la oración, el ayuno y la caridad, son obras de
piedad que nos unen a Cristo, nos ayudan en nuestra conversión y nos fortalecen
para vencer las tentaciones, como lo hizo el mismo Cristo en el desierto. Así nos lo recuerda el papa Francisco «La
gracia de Dios nos asegura, mediante la fe, la oración y la penitencia, la
victoria sobre el enemigo»
(21.02.2021).
Por tanto, en esta cuaresma, aumentemos
nuestra oración y nuestra vida sacramental, también acrecentemos nuestras obras
de ayuno, abstinencia y otros sacrificios que nos unen al único sacrificio que
salva que es el de Cristo en la Cruz y así mismo intensifiquemos nuestra
caridad, que nos une a un rostro concreto de Cristo que es el rostro del hermano
que sufre, así, como lo hemos pedido en la Oración Colecta, viviremos más
auténticamente esta Cuaresma, progresando en el
conocimiento del misterio de Cristo y para tener una conducta irreprochable y así
celebrar con más gozo y mayores frutos las próximas fiestas pascuales.