Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Durante el tiempo de Adviento, resonó en muchas ocasiones la palabra esperanza. La humanidad que aguardaba expectante y esperanzada la inminente llegada del Señor.
Esta esperanza se ha transformado en alegría al celebrar la fiesta de la Navidad, donde vemos cumplidas todas las promesas del Antiguo Testamento y contemplamos al Emmanuel, al Dios con nosotros que entra en nuestra historia, transformándola en Historia de Salvación, que asume nuestra condición humana para transformar nuestra suerte, porque nos hace hijos y herederos de su misma vida gloriosa. En palabras de San Ireneo de Lyon «El Verbo de Dios, el Hijo de Dios se hizo hombre, para que el hombre entrando en comunión con él, se convirtiera en hijo de Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1).
Precisamente la palabra de Dios de este primer domingo de la Navidad, Fiesta de la Sagrada Familia, nos permite contemplar, en los personajes de las narraciones bíblicas, cómo la esperanza se transforma en alegría cuando se cumplen, en sus vidas, las promesas que el Señor había realizado.
Tanto el libro del Génesis como la Carta a los Hebreos nos presentan a Abraham, como receptor de las promesas del Señor. Aquel hombre anciano y sin descendencia, pero que escucha la voz de Dios, confía en sus palabras, se pone en camino según lo indicado por el Señor; y cuando cree que la promesa de un hijo y una descendencia abundante como las estrellas del cielo no sería posible, YHWH cumple con lo que había prometido al darse el nacimiento de Isaac, nombre que, precisamente, significa el hijo de la alegría, justamente porque la esperanza de Abraham se ha transformado en gozo. Una alegría que no cambia, ni siquiera cuando se le pide el sacrificio de Isaac, su hijo único, porque como ha dicho el autor de la carta a los hebreos: «Abraham pensaba, en efecto, que Dios tiene poder hasta para resucitar a los muertos».
La figura de los ancianos del evangelio, Simeón y Ana, también son ejemplo de esa espera confiada en Dios, porque ellos tenían la certeza que se cumpliría la promesa de que verían al Mesías antes de morir.
San Lucas, presenta tanto a Simeón y a Ana como personas de fe, llenas del Espíritu Santo, orantes y expectantes. El encuentro con el niño de Belén, transforma esa espera en alegría, cuando sus ojos han contemplado a su Salvador, luz de las naciones y gloria de Israel.
Esa alegría del encuentro con el Señor no disimula o esconde toda la acción salvífica de Cristo que llegará a su culmen con el acontecimiento Pascual. Simeón advierte a María sobre la Cruz que sufrirá su hijo cuando le dice que «una espada te atravesará el alma», pero también ese dolor será transformado en gozo, con la Resurrección del Verbo encarnado. Y esta alegría no será sólo de María, sino de toda la humanidad, porque todos somos partícipes de la vida gloriosa dada por Cristo con su muerte y su resurrección.
Esta Palabra que se nos regala en este primer domingo de Navidad, viene a llenar el corazón de la auténtica alegría cristiana que se centra en Cristo, en el cumplimiento de sus promesas y en la verdad de una vida que aniquilará toda situación de dolor que hayamos pasado en nuestro peregrinar por este mundo, porque este camino, entre la esperanza en Dios, la lucha en las dificultades y la alegría de las promesas cumplidas, también para nosotros tendrá como fruto el premio de la vida gloriosa que el Niño de Belén nos ha regalado con su nacimiento.
Pero podríamos preguntarnos, ¿qué tiene que ver esto con la fiesta de la Sagrada Familia que celebramos este domingo?
Las promesas hechas por Dios, la vivencia de la esperanza y la alegría del cumplimiento, se dan en el seno de una familia: Abraham, Sara e Isaac en el Antiguo Testamento y la familia de Jesús, María y José, en el Nuevo Testamento. Ambas son familias de fe, de oración, de cumplimiento de los designios de Dios. Ambas son familias que han tenido que pasar momentos de dificultad y de dolor. Pero ambas son familias que han cosechado la virtud de la esperanza, que las hizo confiar, a pesar de lo difícil del camino, en que las promesas de Dios se realizarían. Ambas familias vivieron el gozo del cumplimiento de esas promesas en esta tierra y participan ya de la verdad del Cielo en el que creyeron y esperaron.
Por esto, la fiesta de la Sagrada Familia, nos hace volver la mirada a nuestras propias familias, todas imperfectas y con necesidad de conversión; pero que son el ámbito privilegiado para crecer en las virtudes cristianas de la fe, de la esperanza y del amor. En el compartir aun siendo diferentes, en la ayuda mutua, en el aprender unos de otros, en el reír juntos y llorar juntos vamos peregrinando por este mundo construyendo comunidad, colaborando en la instauración del Reino, aprendiendo a ser solidarios y a vivir el amor, todo esto en el seno del núcleo familiar, para ser luego fermento en la Iglesia y en la sociedad en general. Así nos lo ha recordado el papa Francisco al afirmar «A imitación de la Sagrada Familia, estamos llamados a redescubrir el valor educativo del núcleo familiar, que debe fundamentarse en el amor que siempre regenera las relaciones abriendo horizontes de esperanza» (27.12.2020).
No descuidemos la institución de la familia, no descuidemos la vida de la fe en la familia, no descuidemos el desarrollo integral de los más jóvenes ni el cuidado solidario de los adultos mayores, solamente así estaremos custodiando la vida de cada hermano y contribuiremos a que nuestras sociedades sean más justas y solidarias.
¡Feliz Navidad, que el Niño de Belén los bendiga!