Mons. José Rafael Quirós Quirós, arzobispo metropolitano de San José
En
el último domingo del año litúrgico, nos unimos para celebrar la solemnidad de
Jesucristo, Rey del universo, una festividad cuyas raíces se hunden en las más profundas
verdades bíblicas y teológicas.
Como
señala el Papa Francisco, al hablar de un rey, generalmente, "nos vendrá a la
mente un hombre fuerte sentado en un trono con espléndidas insignias, un cetro
en las manos y anillos brillantes en los dedos, mientras dirige a sus súbditos
discursos solemnes. Esta es, más o menos, la imagen que tenemos en la mente".
No
obstante, al contemplar la figura de Jesús, nos enfrentamos a un contraste
impactante. En lugar de hallarlo sentado en un trono cómodo, lo encontramos
suspendido en un patíbulo, crucificado. Este Dios, quien en palabras bíblicas
"derribó a los poderosos de su trono", se presenta ante nosotros como
un siervo crucificado por aquellos mismos poderosos. Su vestimenta está
compuesta solo de clavos y espinas, pero rebosa de un amor inmenso.
"Cristo
subió a la cruz como un Rey singular: como el testigo eterno de la verdad.
"Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio
de la verdad" (Jn 18, 37). Este testimonio es la medida de nuestras obras,
la medida de la vida".
Jesús se revela como un Rey único cuyo dominio
se fundamenta en el amor. A diferencia de la enseñanza desde un trono, en la
cruz, no utiliza palabras para guiar a la multitud ni alza la mano para imponer.
Su acción va más allá: en lugar de señalar acusaciones, extiende sus brazos en
un gesto de amor universal. Así se revela nuestro Rey, con los brazos abiertos,
en un abrazo cálido y redentor para todos. El discurso más elocuente en la
historia de la humanidad.
Profundizando
el título de "Rey", atribuido a Jesús, este adquiere una relevancia
crucial en los Evangelios, ofreciéndonos una visión completa de su persona y de
su misión salvadora.
En
el centro de la realeza de Jesucristo se encuentra, una vez más, el misterio de
su muerte y resurrección. En el momento de su crucifixión, los sacerdotes,
escribas y ancianos se burlaron de él diciendo: "Si es el Rey de Israel,
que baje de la cruz y creeremos en él" (Mateo 27, 42). Sin embargo, al
ofrecerse a sí mismo en sacrificio, Jesús se convierte en el Rey del universo,
como lo proclamará después de la resurrección: "Se me ha dado todo poder
en el cielo y en la tierra" (Mateo 28, 18).
El
"poder" de Jesucristo, a pesar de su título real, no se compara con
el poder convencional asociado a los monarcas y líderes de este mundo. En lugar
de ejercer control político o militar, el poder de Jesucristo es de naturaleza
divina. Se refiere a su capacidad de conferir vida eterna, liberarnos del mal y
superar el dominio de la muerte. Jesucristo reina ofreciendo la esperanza de la
vida eterna y la liberación del pecado y la muerte.
Jesucristo
nos ha llamado a formar parte de su Reino. Todos los creyentes debemos estar al
servicio de este Reino. Además, a través del sacramento del bautismo, se nos hace
partícipes de su realeza, de su sacerdocio y profetismo. Esto nos permite comprometernos
de manera eficaz al crecimiento y la propagación del Reino de Dios. Qué hermosa
vocación que debemos vivir con mucha alegría, sintiéndonos agentes del cambio
eficaz que el mundo está necesitando.
Es
la fuerza que procede del Rey del Universo, la que lleva adelante toda
transformación, pero los bautizados hemos de sentirnos involucrados plenamente,
en aquello que nos toca ejecutar.
Elevemos
nuestra súplica al Señor, para que su Reino florezca con toda su fuerza en
nuestros corazones y demostremos nuestro agradecimiento a través del amor efectivo
al cual Él nos ha convocado.